Honorable Congreso de la Nación:
Las dos cámaras del Congreso Nacional inician hoy un nuevo período de sesiones ordinarias en un momento crucial del camino institucional que emprendimos el 10 de diciembre de 1983.
Queda atrás otro año del inclaudicable esfuerzo de los argentinos, razón y causa del entusiasmo y de la perseverancia de los hombres y mujeres que cargamos con la enorme responsabilidad y el cautivante desafío de desempeñarnos en funciones de gobierno, en cualquier de los poderes y niveles de nuestra organización institucional.
Como presidente de los argentinos llego a este recinto con humildad y confianza para cumplir con el requisito constitucional. Llego también para compartir ilusiones, alegrías y esperanzas con mis conciudadanos.
Muchos son los problemas, las cuestiones que hoy nos convocan. Nada de lo decisivo, nada de lo fundamental —así lo creo—queda sin registro en el mensaje que pongo a consideración de esta Honorable Asamblea.
Aquí está —ya sobre las bancas— para el estudio, la crítica, la polémica, el juicio.
Todo merece ser enunciado en este recinto, eminente expresión de la democracia. Pero sin pretender establecer con ello diferencias imposibles que no existen, he escogido algunas cuestiones para reflexionarlas en voz alta ante los señores representantes del pueblo y de las provincias.
Es este un período parlamentario que culminará prácticamente al cumplirse la mitad de mi mandato presidencial y que coincidirá, así, con el tránsito entre dos etapas de nuestra política de gobierno.
El primer tramo, que se aproxima ya a su conclusión, estuvo centrado en el esfuerzo por reconstruir las instituciones democráticas. No se trataba tanto de cambiar. De reformar o de perfeccionar el sistema, sino de revivir una democracia largamente escamoteada, de recuperarla en los términos que habían sido previstos y soñados hace más de 130 años por los forjadores de la Argentina moderna.
No era tarea fácil, por cierto. Nuestra democracia histórica había sido desquiciada en su aspecto institucional no sólo por la dictadura de siete años que nos precedió, sino también por un prolongado período de prácticas deformantes que a lo largo de medio siglo impidieron —salvo fugaces interregnos—el pleno funcionamiento del orden político contemplado por la Constitución.
Todos los intentos de restauración democrática realizados en este convulsionado medio siglo se frustraron porque, más allá a veces dela voluntad de sus protagonistas, se vieron imbricados con mecanismos irregulares de funcionamiento institucional cuyo origen se remonta precisamente a la irrupción autoritaria de 1930.
Afectados por vicios de origen, por el mantenimiento de artificios proscriptivos, por forzados condicionamientos, por abusos en el ejercicio del poder o por turbulencias internas que terminaban por desnaturalizar la convivencia democrática, aquellos ensayos resultaron invariablemente bloqueados.
La etapa abierta en diciembre de 1983, es por su origen y por las modalidades de su desarrollo, la primera en muchos años que aparece libre de todas aquellas deformaciones.
Sólo los más ancianos entre nosotros pueden recordar, en el espacio histórico abarcable por la memoria humana, algún remoto momento de plenitud institucional similar al que hoy conoce la Argentina.
Ello se debe acreditar, sin duda, no sólo a nuestro gobierno, sino también y fundamentalmente, a la madurez de todo el pueblo argentino. La solidez de este logro puede medirse por la circunstancia de que la lucha de todos nosotros para asegurarlo, ha debido desarrollarse en medio de la mayor crisis económica que ha padecido el país, con todas las irritaciones y todo el desasosiego social que derivan naturalmente de esta situación.
Todavía hay quienes piensan que las democracias funcionan en tiempos de bonanza y no en tiempo de crisis. Creo que esta Argentina de 1986 es una clara refutación de esa creencia.
Es justamente en el reconocimiento de esta crisis —en su comprensión y asunción cabal—donde se halla la simiente del cambio, el momento en el cual emergen nuevos proyectos de vida, nuevos actores sociales, y la recuperación de la iniciativa así como también de la capacidad de invención colectiva. Es ésta la transición que estamos protagonizando: la etapa que va desde el reconocimiento de nuestra identidad a la visualización y elección de los caminos para afirmarnos de cara al futuro. Sería imposible encontrar estos caminos si no fuera en el marco de nuestras instituciones democráticas recuperadas y en su pleno funcionamiento.
Pero la reconstrucción institucional es sólo un primer paso en dirección a la democracia plena, moderna y eficaz que aspiramos a construir para la Argentina. Hemos rescatado las instituciones de una sociedad que no solo vio destruida buena parte de su aparato productivo, sino que sufrió también, hondamente, en su cultura, su vida cotidiana, sus hábitos mentales, su visión del mundo, la pesada carga autoritaria que gravitó sobre el país.
Rescatadas las instituciones, llega la hora de que la sociedad las asuma en plenitud, interiorice los valores y los principios que las animan. La democracia institucional sería un castillo en el aire si no la colmara una práctica social convertida en rutina democrática y vocación íntima de cada individuo.
Esta profundización de la democracia en su doble vertiente institucional y social no puede ser encarada como tarea paternalista de un gobierno. Estaríamos incurriendo en una versión más sutil del autoritarismo que aspiramos a ver erradicado de la vida nacional, si asumiéramos esta labor como operación modeladora de una élite gobernante sobre la masa pasiva de la población.
El principio impulsor de este proyecto no debe residir en la Casa Rosada ni en sus aledaños administrativos, sino en la sociedad toda.
Importa sobremanera en este esfuerzo que a todos nos compromete para profundizar la democracia en el país, tener una clara conciencia de los obstáculos por remover, los problemas por resolver y las deformaciones que debemos superar.
Creo que nuestro mayor empeño en este orden deberá centrarse en la tarea de recuperar plenamente el papel y la importancia de los partidos políticos como protagonistas principales del pluralismo que es inseparable de la democracia.
Descuento que no hay disidencias entre nosotros en esta concepción de la democracia como una libre interacción de fuerzas políticas o ideológicamente diferenciadas. Pienso que uno de los datos más positivos de nuestro actual momento histórico es esta coincidencia básica en la caracterización del sistema dentro del cual deseamos vivir.
Pero aun así debemos tener claramente en cuenta que a lo largo de nuestra historia reciente se han desarrollado en la cultura política del país tendencias a desnaturalizar el papel de los partidos y que, aun mantenido su igualitaria pluralidad en el plano formal, la sacrificaban de hecho en el de los contenidos.
La democracia se resiente en su funcionamiento si una determinada fuerza política se considera investida de un rango especial del que están excluidas las demás, si una determinada fuerza política asume para sí la representación exclusiva de los intereses nacionales, la encarnación exclusiva del espíritu democrático, o cualquier otro de los exclusivismos que tanto han abundado en la pasada vida argentina.
Ninguna de nuestras fuerzas políticas ha sido inmune en su pasado a la tentación de caer en alguno de estos exclusivismos discriminatorios, cuyo efecto ha sido el de trazar sobre el mapa político argentino una línea divisoria entre elegidos y réprobos, entre excelsos y marginados.
Estamos marchando con paso firme hacia la superación de estas dicotomías, pero el arraigo alcanzado por ellas entre nosotros no nos permite considerar despejado el camino de residuos o posibles rebrotes que nos amenacen con una regresión.
Esta tendencia al abroquelamiento, al aislamiento sectario autosuficiente no ha infectado solo la vida política argentina. La misma propensión modeló en gran medida el comportamiento de los grupos de interés sectoriales, llevándolos a privilegiar sus propios fines particulares por encima de los del conjunto nacional.
El sectorialismo aun entorpece la ímproba labor de la reconstrucción nacional. Las conductas desviadas que se han desarrollado durante decenios en este campo explican, pero ya no justifican, la negativa insistencia de disociar la legítima defensa de las aspiraciones y los intereses superiores del país global.
Tanto nuestra vida institucional como nuestras actividades políticas y económicas resultaron gravemente distorsionadas por esa tendencia de cada grupo a totalizar sus propios intereses sectoriales, asumiendo la ficción de que las aspiraciones del conjunto social solo eran legítimas en la medida en que coincidían con las de una corporación.
Deformaciones de esta naturaleza se han producido en el campo de los partidos y en el de los sindicatos, en el de la producción agropecuaria y en el de la actividad industrial, en el militar y en el de la burocracia del Estado, expresiones todas de grupos renuentes a integrarse en un todo común por el empeño de cada uno de ellos en ser por sí mismo una totalidad, un circuito cerrado de interés y valores exclusivos.
Nuestros esfuerzos por construir finalmente una democracia sólida en la Argentina pueden sufrir la suerte de todos los frustrados intentos anteriores si no conseguimos superar el fraccionamiento de la sociedad en unidades política o sectoriales cerradas, dedicadas a totalizar sus propios objetivos partidarios o corporativos.
Es necesario que todos nosotros aprendamos a fundamentar nuestras conductas, como militantes políticos o como miembros de grupos sectoriales, sólo en los valores y los principios que nos diferencian, sino también en un conjunto más alto de valores y principios que nos asocian.
Sin esta argamasa cultural de denominadores comunes no habrá democracia cabal, o la habrá sólo como armazón institucional vacío y condenado a una vida breve por su propia vacuidad.
No hay democracia sin un pacto democrático fundamental que nos comprometa a todos –partidos y sectores—a reconocernos partícipes de un sistema compartido de normas que establezca entre los grupos, más allá de sus diferencias, una base insoslayable de solidaridad.
De ahí que los objetivos exigidos por la etapa abierta el 10 de diciembre de 1983 incluyan, junto al rescate de las instituciones, el aprendizaje de su uso. Un aprendizaje que, iniciado a partir de un largo período de inactividad democrática —o actividad democrática viciada—no puede menos que exponernos a errores.
Cabe a nuestra honradez reconocer que el gobierno ha cometido errores en los tramos ya recorridos del camino emprendido hace casi dos años y medio. Quizá se nos puedan señalar desaciertos políticos y evaluaciones equivocadas en lo económico, así como excesiva parquedad en la explicación de nuestras acciones, limitando de esa forma los márgenes posibles de participación popular en su desarrollo y su sostén.
Más certero y constructivo es que comulguemos todos en el sereno reconocimiento de que ninguno de nosotros podría reivindicar una impoluta línea de aciertos en nuestra lucha común contra la tan pesada carga autoritaria impuesta sobre nuestros usos políticos a lo largo de las últimas generaciones de argentinos.
En el aprendizaje que todos venimos cumpliendo para sellar el encuentro de la sociedad con las instituciones democráticas, importa sobre todo que sepamos aplicar las correcciones de cuya necesidad vamos tomando conciencia a través de ese aprendizaje.
No hay ya camino de retorno al pasado, pero al mismo tiempo sabemos hoy que los caminos por recorrer de aquí en más no son los convencionales, las viejas recetas o las respuestas mediocres de corto plazo.
No estamos “restaurando” instituciones y comportamientos caducos ni hemos de mantener el actual estado de cosas sobre la base de estructuras que han sido rebasadas por la realidad. Nos proponemos, por el contrario, construir una nueva Nación reencontrada con los valores que le dimos origen y con este gigantesco e ineludible propósito impulsamos las reformas estructurales reclamadas por la urgencia de los problemas a resolver.
Nuestro objetivo es superarlos y en este empeño podemos advertir ya cuánto hay de revisable y reconsiderable en el andamiaje institucional que hemos heredado.
Esas reformas estructurales que son necesarias para dar solución profunda a los problemas cotidianos de los argentinos y para proyectar al país hacia el futuro con perspectivas ciertas de desarrollo y autonomía, pueden requerir que revisemos nuestro ordenamiento institucional, incluyendo la posibilidad de reformar la Constitución Nacional.
Creemos firmemente que nuestras ya señaladas tendencias al enfrentamiento y a la adopción de actitudes intransigentes se han visto, si no generadas, al menos favorecidas por aquel ordenamiento institucional, el que, a pesar de sus aspectos democráticos, permitió la formación de mayorías hegemónicas. Sus dirigentes estuvieron expuestos a la tentación de prescindir de su relación con las minorías, del diálogo, de la negociación, de la búsqueda de soluciones comunes y del compromiso, es decir de toda aquella rica y fecunda práctica interlocutoria, en la que encuentran su natural campo de expresión aquellos denominadores comunes que son esenciales en una sociedad pluralista pero sanamente articulada. Se debe estudiar la posibilidad de establecer marcos orgánicos que favorezcan la discusión racional y la concertación en la toma de decisiones.
Hemos lanzado esta iniciativa sin precisar sus perfiles, a fin de posibilitar por esta vía un debate nacional sobre el tema, en la convicción de que solo de este análisis colectivo —y no de una indicación presidencial—debe surgir la definición final del nuevo ordenamiento.
Estoy persuadido que una democracia basada en la solidaridad entre distintos necesita que la pluralidad y el disenso sean, no solo expresiones permitidas sino también elementos constitutivos del mecanismo en el que se articula la toma de decisiones políticas.
En esa posible revisión institucional debemos contemplar la alternativa de liberar a la Presidencia de la República de sus connotaciones cesaristas y de su gran carga de atribuciones, permitiendo distinguir la tarea de fijar las grandes políticas nacionales del manejo cotidiano de la administración, haciendo posible además que el Congreso tenga una intervención más directa y eficaz en la gestión y control de los asuntos de Estado y que los ministros tengan una relación más estrecha con el Parlamento.
En el contexto de esa eventual reforma de nuestras instituciones se debería reflexionar sobre la introducción de mecanismos dirigidos a profundizar la participación democrática, la descentralización política, el control de gestiones de autoridades y el mejoramiento de la administración pública.
Estos objetivos están mutuamente vinculados: la reversión del proceso centrípeto de acumulación del poder en unos pocos órganos, que se ha ido produciendo crecientemente como consecuencias y causa de experiencias autoritarias en el país, no sólo tiene un valor intrínseco sino que la mayor descentralización favorece la eficiencia de la administración y permite la participación directa de la toma de decisiones por parte de sus destinatarios; a su vez, esta participación facilita el control de la gestión de las autoridades por parte de los ciudadanos y hace más eficaz y ecuánime el manejo administrativo.
La profundización del proceso de descentralización que se debería contemplar en una posible revisión institucional tendría que comenzar por un fortalecimiento del federalismo, que devuelva a las provincias el ejercicio efectivo de sus poderes autónomos originarios, sin prejuicios de los mecanismos de concertación nacional y regional. También se debería asignar mayores atribuciones a los municipios, que son células de la democracia, de modo que las decisiones básicas se encuentren cara a cara quienes toman esas decisiones y sus destinatarios. Asimismo, deberían descentralizarse los distintos organismos prestatarios de servicios públicos, como los relacionados con la educación, la salud, las comunicaciones, la energía, de manera de que se contemplen mejor las necesidades locales y sea más eficiente la administración de los recursos.
La combinación de los mecanismos de la democracia representativa con los de la democracia semidirecta, que propugna el moderno constitucionalismo, debe estar dirigida a superar la apatía de la mayoría de la población, que amenaza convertir al pluralismo político en un simple pluralismo de élite. Esos procedimientos de participación que deberían estudiarse en una revisión institucional, incluyen las consultas populares, con alcance nacional, regional o local, la intervención directa de los afectados en las decisiones que se tomen en municipios, consejos vecinales, escuelas, hospitales, etcétera, la colaboración de los destinatarios de los servicios públicos en el control de la eficiencia y regularidad de su prestación, la intervención de los beneficiarios en planes de distribución alimentaria, construcción de viviendas, servicios sanitarios, el fomento y protección de la organización cooperativa de la producción, la organización y el consumo.
Esto exige que los funcionarios y empleados públicos se hagan cargo de la dignidad que representa el hecho de estar al servicio de sus conciudadanos. Cada uno de ellos debe tener su propia esfera de libertad de decisión y acción, pero con la responsabilidad consiguiente por el mal ejercicio de esa libertad.
También la revisión institucional debe incluir el perfeccionamiento del orden jurídico y la modernización de la administración de justicia. Debemos prestar especial atención a las deficiencias técnicas de las normas que dictan las diferentes órganos del Estado, que producen superposiciones, contradicciones, lagunas e imprecisiones que generan una considerable inseguridad jurídica y dan lugar a una excesiva cantidad de procesos judiciales evitables. Debemos hacer a la administración de justicia más ágil y más accesible a todos los sectores de la población, incluyendo a los de menores recursos, de manera que todos ellos tengan la posibilidad de obtener una solución pacífica y satisfactoria de sus conflictos. En función de estos objetivos debemos estudiar la implantación de la oralidad, sobre todo en el proceso penal, favoreciendo así la publicidad, inmediación y rapidez de la tarea de administrar justicia. También se debe analizar la posibilidad de establecer juzgados vecinales para atender cuestiones contravencionales y causas civiles de menor cuantía, con el mínimo de formalidades que sean compatibles con el debido proceso y con el menor costo posible para los involucrados. Asimismo, se deben completar los estudios sobre la reforma del ministerio público, de modo que éste constituya un cuerpo orgánico capaz de controlar en forma sistemática el ejercicio de las acciones judiciales.
Por último, se debería concluir el análisis de la competencia de la Corte Suprema, de Justicia de la Nación, de forma que la cabeza del Poder Judicial pueda concentrarse en cuestiones de mayor trascendencia institucional.
Es posible, como dije, que algunos de los aspectos de esta renovación institucional requieran de una reforma constitucional. Por eso me he dirigido oportunamente al Consejo para la Consolidación de la Democracia, solicitándole asesoramiento sobre la plausibilidad de esa reforma.
Se puede sostener que esa reforma es inoportuna en un momento en que subsisten divergencias sociales como consecuencia de secuelas del pasado y de situaciones coyunturales.
Pero también es posible pensar que un debate racional, amplio y abierto sobre los grandes principios y procedimientos de nuestra organización institucional, lejos de ser divisivo sirva para poner de manifiesto una profunda convergencia de la mayoría del pueblo argentino y de sus expresiones políticas sociales, constituyéndose así una amplia base de consenso para encarar todos juntos las transformaciones estructurales que son necesarias aún para resolver los problemas que hoy a veces ocasionalmente nos dividen.
Honorable Congreso:
Nuestro empeño en disolver las dicotomías pasadas, como requisito para fundar una democracia estable, nos lleva también a tomar por las astas una de las situaciones que más han influido para crearlas. Me refiero a las históricas tensiones entre la ciudad de Buenos Aires y el interior del país, derivadas de la macrocefalia y el hegemonismo del gran puerto.
Con este traslado se aspira a que el país emprenda por fin su gran marcha pendiente hacia el Sur, en una epopeya de desarrollo y creatividad que evoque por sus proyecciones la cumplida por nuestros abuelos en la pampa húmeda. También aquí se puede decir que todo esto es inoportuno; que no se puede soñar con epopeyas transformadoras del país cuando están pendientes de solución los dramáticos problemas cotidianos del sueldo que no alcanza o de las excesivas tasas de interés.
Los pueblos sólo avanzan impulsados por una conciencia común de desafío. Y en este sentido es hoy más que oportuno responder a las urgencias inmediatas y a las grandes penurias que padece el pueblo argentino con un llamado a reformular globalmente nuestra vida comunitaria.
El eventual traslado de la Capital Federal no tendría sentido como una medida aislada; en ese caso sería expresión de un mero voluntarismo que no tendría mayores efectos en la estructura organizativa y productiva del país. Ese traslado debe verse como parte de un programa integral dirigido a producir un desarrollo equilibrado y equitativo de las distintas regiones del país, propendiendo a una materialización genuina del federalismo y de la descentralización del poder político, económico y social.
Es evidente que ese desarrollo armonioso de todo el país requiere revertir la nociva tendencia histórica hacia el crecimiento gigantesco de la zona que rodea al puerto de Buenos Aires, a costa de la despoblación y el empobrecimiento del resto del territorio nacional. El crecimiento de la actual Capital generó una desmesurada megalópolis que fue gradualmente invadiendo, paralizando o distorsionando las fuerzas del país; ha significado en los hechos una deformación del sistema político nacional y del núcleo de creencias y conceptos fundamentales que dieron origen a nuestra Nación.
La reversión de esa tendencia debe tomar en cuenta los derechos, las necesidades y las aspiraciones de cada una de las provincias argentinas. Pero cada una de ellas se beneficia con el progreso de las demás, y hay una región del país que ofrece enormes posibilidades de multiplicación de los esfuerzos que en ella se inviertan: ella es la Patagonia.
El avance hacia el Sur, hacia el mar y hacia el frío permitirá explotar sus inmensas riquezas en beneficio del conjunto del país. Nos hará tomar mayor conciencia de que debemos ser un pueblo oceánico, de cara al Atlántico, tanto en el marco productivo, como en el energético y el de la investigación científica.
Los gastos que implique este traslado constituyen en verdad una inversión reproductiva, cuyos beneficios se harán sentir en todos los planos de la vida nacional, comenzando por el económico.
En relación con la financiación del proyecto cabe consignar que solo requerirá la existencia de un capital rotativo, recuperable en función de la modalidad operativa que se aplicará.
En tal sentido, se ha previsto en el proyecto que toda el área del Distrito Federal estará sujeta a expropiación, e indudablemente tal previsión deberá ser llevada a cabo inexorablemente, ya que no cumplimentar este requisito significará promover la especulación en perjuicio de toda la comunidad.
De los conceptos que anteceden se deduce que sancionada la ley de traslado de la Capital, deberá ser expropiada inmediatamente la tierra destinada al ejido urbano así como áreas puntuales asignadas a otros usos.
Es necesario, además, puntualizar cuáles son los roles que corresponden al Estado en la concreción del proyecto de relocalización y cuáles son los que deberá asumir el sector privado.
El Estado tendrá obligatoriamente a su cargo las obras correspondientes a la infraestructura de servicios de la ciudad, los edificios de los organismos que se trasladen, viviendas para funcionarios y equipamiento educacional y sanitario; a su vez el sector privado asumirá la realización de todas las obras correspondientes a sus actividades: comercios, finanzas, oficinas, estudios profesionales esparcimiento y cultura, abastecimiento, industria de servicios, espectáculos públicos, exposiciones, núcleos habitacionales y hotelería. Cabe recordar que, además, todas las naciones tendrán las sedes de sus representaciones en la nueva capital, lo que implicara la inversión correspondiente por parte de cada una de ellas.
La intervención del sector privado implica la adjudicación de tierras para materializar sus proyectos, que se efectivizara a través de un sistema de venta por parte del Estado, que incluirá la plusvalía generada por la inversión estatal, de modo tal que retorne a la comunidad la inversión que la misma ha realizado a través de las obras construidas por el sector público.
El traslado significará, además, la posibilidad de desprenderse de muchos inmuebles ubicados en distintos sectores de la actual capital, que hoy están ocupados por personal que se radicara en la nueva sede, lo que ofrece una posibilidad de recupero que contribuirá a la financiación necesaria.
En todo esto por otra parte está presente el enorme efecto multiplicador que genera la construcción, lo que reactivará en forma significativa múltiples industrias que participaran en la materialización de la nueva capital, sin necesidad de importación alguna.
Queremos despertar en ellos el espíritu pionero, el espíritu de aventura, para que muchachas y muchachos vayan a explorar nuevas tierras y conquistar pacíficamente espacios, para fundar familias y criar hijos en un ámbito en que el horizonte lo trace la propia voluntad.
Pero hay aún otras consecuencias.
Hemos heredado un aparato estatal sobreburocratizado, con vastas áreas de personal en las que la asunción corporativa de sus propios intereses tendía a prevalecer sobre la funcionalidad de su papel como servidores públicos.
Con un volumen en continuado aumento, como producto en parte del clientelismo político y en parte del desarrollo alcanzado también en este sector por mecanismos de autodefensa corporativa que impedían racionalizar su labor, la administración pública cobró dimensiones que desbordaban su propia función, restando eficacia al Estado y determinando un progresivo desplazamiento de fuerza laboral a sectores no productivos con grave perjuicio para la economía global del país.
Hemos emprendido en este terreno una acción orientada a revertir aquel proceso de burocratización, en términos compatibles con la justicia social y con una línea de principio que descarta el desempleo como una solución económica moralmente aceptable.
Con el congelamiento de vacantes logramos inicialmente estabilizar el volumen del personal adscripto al Estado, poniendo término a su histórica tendencia al crecimiento, y a partir de septiembre de 1985 este esfuerzo comenzó finalmente a traducirse en una efectiva y progresiva reducción del sector público. Entre el mes señalado y marzo último, las bajas han superado las altas en un total de aproximadamente 15 mil agentes.
La decisión del traslado de la Capital no es una iniciativa auto contenida, sino que forma parte de un proyecto más amplio de reforma del Estado y es una manifestación de la voluntad de transformación y modernización de la Argentina.
El cambio de la sede geográfica del principal centro de decisiones del país tiene evidentes consecuencias espaciales, tanto en lo referente a la relocalización de las actividades de los actores políticos, sociales y económicos, como en la inevitable evolución de sus interrelaciones. Dos rasgos adicionales deben subrayarse, todavía: primero, que este traslado no es un cambio evolutivo, incremental, sino una deliberada y decisiva discontinuidad histórica, que cambia bruscamente la fisonomía del país al remover la localización de su nudo decisorio fundamental. Por último, que esta discontinuidad en lo espacial, en sentido amplio, se producirá seguramente, cualquiera sea la forma en que se efectúe la mudanza.
Muy particularmente en lo que hace al desempeño del gobierno, entendiendo como tal al ámbito de definición de políticas y de gestión estratégica. Sucede que este no es un resultado que deba obtenerse necesariamente a partir de la realización del traslado, sino que puede ser obtenido si, y solamente sí, la decisión del traslado lo incorpora y jerarquiza como objetivo, y entonces, para lograrlo, este se encara y realiza de manera que lo trasladado sea distinto que lo que queda, y no una muestra representativa de la administración actual.
De otro modo,resignándose a que cada traslado consista en un desplazamiento de un paquete de “los mismos” para “hacer lo mismo” en la nueva Capital, sólo se lograría como resultado una costosa reproducción, en Viedma, de los defectos y fallas de la administración que ya tenemos en dónde estamos.
Por esto, solamente definiendo cómo se quiere que opere el nuevo Estado, su gobierno y su administración pública, para el conjunto de funciones que se decida trasladar a la nueva Capital, será posible diseñar un esquema administrativo adecuado para desempeñarlas, concentrando allí los mejores elementos e instrumentos para asegurar el éxito de la operación, aprovechando al máximo como oportunidad (y no como obstáculo a superar) el hecho de la discontinuidad espacial determinado por la mudanza, y tratando de extender la discontinuidad al ámbito de las malas prácticas y las viejas rutinas. Es decir, buscando que el traslado de una sede a la otra coincida, también, con el paso de una cultura administrativa mediocre, vetusta e impotente, la de la “elusión de la responsabilidad”, a una nueva cultura administrativa tecnológicamente modernizada, pero modernizada también en materia de compromiso democrático, capacidad intelectual, solvencia profesional y espíritu de cuerpo.
Aclaremos de paso de modo de no generar incertidumbre injustificada en el personal que los traslados a la nueva sede de ninguna manera no serán compulsivos.
Honorable Congreso:
No podemos olvidar que este mensaje inaugural de un nuevo período de sesiones legislativas coincide con el día de los trabajadores. Sé que es te escenario, tan solemne, está rodeado de un escenario mayor cuyo signo distintivo es el de los grandes esfuerzos que vienen realizando los trabajadores argentinos en su lucha por afrontar la crisis económica que vive el país.
Yo sé –con un saber doloroso y cargado de angustia—cuánta razón tiene hoy cada obrero, cada empleado, cada trabajador de la administración pública, en su reclamo frente a una situación económica que lo agobia.
Sé que todo ese sacrificado esfuerzo es ya parte de la epopeya de la reconstrucción.
Con el decisivo respaldo de ese tesón popular, emprendimos el año pasado un profundo plan de reforma económica cuyo primer paso fue la estabilización de nuestra moneda tras un largo período de vértigo inflacionario que no tiene precedentes en la historia argentina.
Hemos cumplido con éxito este ciclo y nos toca ahora –al gobierno y al pueblo—la tarea de articular la estabilidad con el crecimiento. La estabilidad vale en la medida en que esté preñada de desarrollo y de bienestar futuro.
Pero este proceso de recuperación ya en marcha tiene sus leyes y sus requisitos que no pertenecen solo a la fría mecánica de los mercados, sino que incluyen también actitudes humanas; expectativas, sueños, creencias, emociones de los hombres. El crecimiento objetivo se nutre de la confianza en la posibilidad de lograrlo.
Podemos tener todo el éxito del mundo en la creación de las condiciones objetivas para que la mecánica del mercado funcione en dirección al crecimiento, pero este no se producirá aun en esas condiciones objetivas si no van acompañadas por un estado de conciencia popular que impulse con convicción lo que se está haciendo.
Un proceso de reactivación incipiente como el que ya exhiben los indicadores económicos en la Argentina, cobra fuerza y multiplica sus posibilidades de continuidad a partir de la conciencia que tenga de él la población. Bloquear esta conciencia significa bloquear aquella continuidad. Generar expectativas recesivas frente a un proceso real de recuperación significa trabar este proceso.
De ahí la enorme responsabilidad que cabe a todas las fuerzas políticas, a este Parlamento, a los medios de difusión y a todos los comunicadores del país en la tarea –en estos momentos vital—de evitar interferencias que impidan traducir la realidad de la recuperación en conciencia popular de la
recuperación, la realidad de una salida ya a la vista en esperanza popular de alcanzarla.
Estamos en una encrucijada decisiva de nuestra historia. Llegados a ella, tengamos honesta y clara conciencia de que cualquier desmoralización popular puede llevarnos a recorrer el camino de la regresión.
En esa búsqueda de mayor participación popular es imperioso impulsar un debate profundo sobre el sistema vigente de relaciones de trabajo, severamente criticado por trabajadores y empresarios en infinidad de oportunidades.
Nuestro gobierno sostiene que el sistema de relaciones de trabajo resulta obsoleto porque fue concebido para afrontar las exigencias de las primeras fases del desarrollo y hoy se ve sobrepasado por las transformaciones en curso en la organización productiva. Combina, además, el paternalismo estatal con el autoritarismo represor de la libertad sindical, en una conjunción que genera comportamientos corporativos.
Modificar esta anacrónica concepción supone una empresa trascendente que involucra a obreros y empresarios.
La reforma a la que aspiramos tiende a reconvertir y democratizar en forma armónica e integral el sistema de relaciones de trabajo, a definir los nuevos instrumentos de legislación laboral exigidos por la modernización del aparato productivo y a dotar de mayor eficiencia al Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
Conocemos la susceptibilidad de algunos sectores frente a la reforma. Por ello es necesario advertir una vez más que su inspiración apunta a redefinir los roles de las fuerzas del trabajo y de la producción y no a recortar su protagonismo. Se trata de racionalizar los conflictos del trabajo, de desmontar las rigideces que traban el funcionamiento de la economía y de ampliar el espacio de las garantías contractuales con base en la negociación colectiva, sin erosionar en ningún caso los genuinos derechos de las fuerzas laborales.
Trasladaremos luego a este Honorable Congreso las conclusiones de este debate para que en uso de sus atribuciones disponga los alcances y el contenido final de la reforma.
Es importante que cada trabajador comprenda que buena parte de los problemas que actualmente lo agobian deriva no solo de la crisis económica, sino también de la menguada y limitada participación que las normas vigentes le acuerdan en lo que más le concierne: la organización de su labor productiva.
Las normas y las conductas democráticas deben llegar también al mundo del trabajo.
Por esa aspiración han luchado generaciones de trabajadores en todo el mundo y hoy, en esta tarea de construir la República, tiene que estar presente en los corazones y las mentes de todos los argentinos.
La línea medular de nuestra acción apunta a superar una larga y dolorosa era de dispersión nacional, en la que el concepto de nación como unidad que engloba y hermana a todos sus habitantes se vio diluido en formas políticas o sectoriales de autoconciencia facciosa.
En su momento hemos formulado una convocatoria a diferentes sectores políticos y sociales para que converjamos en un pacto democrático alrededor de las ideas rectoras de democracia participativa, ética de la solidaridad y modernización de las estructuras de la sociedad argentina.
Hablar de democracia participativa implica, por cierto, valorar el proceso democrático de toma de decisiones como la única forma legítima de resolución de conflictos sociales. Pero la fórmula “democracia participativa” vas más allá de la referencia a los imprescindibles procesos de elección de órganos representativos para complementarlos con formas de democracia semidirecta en que los destinatarios de las decisiones participan en su formulación, lo que requiere una descentralización de los ámbitos en donde se toman esas decisiones.
Una de las formas de articular esa participación fue la constitución del Consejo para la Consolidación de la Democracia, integrado por personalidades que se han distinguido por su actuación en diversos partidos políticos o en el campo científico, cultural o profesional.
Honorable Congreso:
Tenemos que asegurar una respuesta solidaria a los problemas básicos de la vida. La salud ocupa en ese sentido un lugar prioritario en nuestra acción de gobierno.
Y en ese campo las cosas no se arreglan con retoques. Es indispensable un cambio profundo, audaz y posible.
El proyecto de Seguro Nacional de Salud que el Poder Ejecutivo presentó ante del Congreso de la Nación es la respuesta a esta necesidad compatibilizando la profundidad de la reforma buscada con la evolución posible, natural, del sistema de salud existente.
Estamos convencidos que el Seguro Nacional de Salud pertenece a esa clase de proyectos esencialmente democráticos que busca reunir e igualar, para vencer las viejas tendencias a separar y discriminar.
Esto quiere decir un sistema que nos cubra a todos por igual, que destierre la aberración que significa que haya argentinos con más derecho a la vida que otros, a través dela existencia de obras sociales pobres y ricas.
No se puede dudar que la alternativa a este modelo llevaría a consolidar los privilegios cristalizando las desigualdades del régimen vigente.
En definitiva el Seguro Nacional de Salud significa una propuesta de progreso social necesaria y posible en nuestra Argentina actual, que busca una atención de salud más eficaz en su resultado social, más eficiente en el uso racional de todos los recursos asistenciales, públicos y privados y de las obras sociales; significa una propuesta descentralizadora y federalista en cuanto jerarquiza el papel de las organizaciones intermedias y de las provincias; y es una propuesta democrática porque perfecciona las modalidades de participación de los trabajadores y la igualdad de oportunidades de acceder al servicio de salud que cada mujer y hombre de nuestro pueblo tienen.
Ya señalé meses atrás, al presentar el proyecto del Seguro Nacional de Salud, que en la medida en que seamos capaces de llevar adelante esta propuesta le estaremos dando todo su sentido vital a la democracia en un área clave para nuestro desarrollo social.
Este afán transformador también adquiere un carácter imperativo e inexcusable frente a algunas distorsiones sociales que por su magnitud exceden al deterioro generalizado y constituyen una expresión de inmoralidad inadmisible.
Es el caso de nuestro régimen de jubilaciones que prometió lo que no pudo dar y que ahora se alza como un problema que demanda soluciones de fondo y que convoca a todos al esfuerzo y a la imaginación.
El gobierno ha concluido ya los estudios para encarar una reforma que ajuste el sistema a la realidad económica sin renunciar al progreso y a la extensión de la seguridad social. El cambio apuntará a asegurar una remuneración más justa dentro de las posibilidades económicas y financieras reales. Será menos espectacular que el sistema vigente, pero lo que hoy rige es una promesa, incumplida e incumplible, es decir un engaño, y no puede admitirse que ésa sea la respuesta consentida por la sociedad hacia aquellos que le entregaron el esfuerzo de su laboriosidad.
La crisis y el cambio que todos buscamos nos urgen respuestas imaginativas, novedosas, para exteriorizar un propósito de justicia social que no se agota en la adecuada distribución de los recursos.
Así como el Programa Alimentario Nacional señala un rumbo todavía necesario para atender a los más desprotegidos, mientras simultáneamente se trabaja para que pierdan definitivamente esa condición, del mismo modo las compras comunitarias han abierto un cauce que exterioriza la incalculable capacidad creativa de las acciones solidarias.
Ese mecanismo, cuyo empuje y crecimiento está a la vista, ha de revolucionar seguramente los sistemas de comercialización y exhibirá como un recurso imaginado en circunstancias de dificultades y escasez puede convertirse en un factor de cambio permanente.
Honorable Congreso:
No necesito subrayar hasta qué punto me siento honrado por el hecho de que se celebre bajo mi presidencia el Congreso Pedagógico Nacional, que está llamado a enfrentar un desafío tan grande como el que encaró hace ya más de un siglo la primera reunión de esa naturaleza.
Como ya dije, aquel congreso de 1882, al que fueron convocados sin exclusiones pensadores y pedagogos de todas las corrientes, con miras a elaborar una propuesta educativa ajustada a los requerimientos de un país que acababa de ingresar a la etapa de su autoconstrucción tras el largo período de luchas civiles que precedieron a la unidad nacional.
Quienes se reunieron en ese encuentro representaban una generación pionera en la labor de dar forma a un país por cuya independencia habían combatido sus padres y sus abuelos.
De las pautas establecidas por el Congreso Pedagógico de 1882 emanó una política que habría de dar a la Argentina el sistema educativo más avanzado de Latinoamérica.
Una instrucción pública multitudinaria, generosa, igualadora y oportuna fue el resultado de aquellos impulsos progresistas, democráticos, que se plasmaron en la ley 1420 de enseñanza común, gratuita y obligatoria y posteriormente en la Reforma Universitaria.
Con aciertos y errores, excesos y defectos, aquella educación fue hija de la Constitución y madre de la prosperidad, la misma secuencia, con los contenidos y valores de la contemporaneidad, constituyen la tarea de hoy en día.
Serían errores equiparablemente graves concebir que la vertiente del pensamiento pedagógico predominante en aquellos debates totalice el acervo educativo, como sostener que sólo es genuinamente nacional la tradición educativa y cultural cuyos puntos de vista no se impusieron. Ambas fueron indispensables para que la Nación avanzara en aquella encrucijada; ambas están presentes desde antes en nuestra historia y convivieron después aportando lo mejor de sí para definir, en la noble tarea de la formación de la niñez y la juventud, los perfiles de una Nación plural, diversa y por ello intelectual y espiritualmente rica.
Las inestabilidades y enfrentamientos que tuvieron por escenario la educación y por protagonistas a los tradicionales veneros de nuestra cultura fueron estériles cuando desbordaron el cauce del disenso constructivo; cuando cayeron en el recurso de negarse mutuamente atributos de nacionalidad; cuando colocaron a la educación, en fin, al servicio de la política o de la ideología, perdiendo de vista que éstas se justifican sólo si están puestas al servicio del bien común.
A ese delicado terreno de la subjetividad de los pueblos en el que las naciones se concretan como realidades espirituales irrevocables o se desvanecen en fanatismos inconsistentes y sectarios.
Una nación que es vivida por su pueblo, que es sentida, entendida y amada como un hogar común, tiene asegurada su unidad. Esa unidad es más sólida y resistente si se reconoce esencialmente compuesta, plural en sus rasgos interiores, diversa y libre en sus expresiones representativas.
Los argentinos somos capaces de remontar la adversidad como hermanos. La crisis que, inclemente, nos castiga, nos da, a la vez, una oportunidad. Nuestra generación tiene a su cargo una responsabilidad fundacional.Si los fantasmas de un pasado de decadencia nos invaden para dividirnos, conjurémoslos contemplando las mejores realizaciones de nuestra historia y a los niños y jóvenes que no merecen otra frustración.
Así como hace un siglo la naciente unidad nacional necesitó una amplia reforma educativa para consolidarse a sí misma, es hoy la democracia –con sus contenidos de tolerancia, de pluralismo, de respeto por el disenso y de solidaridad social—la que necesita con igual grado de urgencia una acorde acción pedagógica que asegure su arraigo en la conciencia nacional.
La democracia ha sido establecida ya entre nosotros en su vertiente institucional, pero para alcanzar su plenitud necesita desarrollarse también en el alma de los argentinos. Extinguiendo aquella larga secuencia de irreductibles dicotomías que fue en el pasado una fuente invariable de violencia, arbitrariedad, inmoralidad, injusticia y prepotencia.
Los impulsos egoístas, individuales o sectoriales, no resuelven los problemas, lo agravan. Investigar mancomunadamente la naturaleza profunda de los males estimula, en cambio, una actitud altruista y solidaria que es, sí, una fuerza capaz de construir soluciones valederas.
Tenemos que aprender a convivir, a dialogar, a respetarnos los unos a los otros, a discutir nuestras discrepancias en el marco de una racionalidad común y bajo un firmamento de principios compartidos.
El Congreso Pedagógico está llamado, no a impregnar nuestro sistema educacional de un determinado credo o una determinada corriente de pensamiento, sino a implantar los comunes denominadores que permitan la convivencia libre y mutuamente respetuosa de todos ellos.
Sin esta base común, la diversidad solo estimula la intolerancia y la violencia. La falta o la debilidad de esta base fue responsable en gran medida del pasado autoritario que hoy aspiramos a superar.
Y quiero subrayar aquí como un hecho de enorme significación simbólica que los comunes denominadores cuya vigencia en nuestra vida nacional figura entre las finalidades del Congreso Pedagógico Nacional, estuvieron presentes ya en la convocatoria de la asamblea.
La ley de convocatoria, en efecto, fue votada por la unanimidad de los señores legisladores de ambas Cámaras del Congreso Nacional en lo que puede considerarse el punto más alto de coincidencia ciudadana en torno de un debate insustituible.
Mucho camino nos queda por recorrer a los argentinos en este imprescindible aprendizaje, que nos fue vedado por las variadas formas de despotismo que conoció el país en el último medio siglo. De este sombrío período hemos heredado una tendencia a la pasividad y a un exceso de delegación en los poderes del Estado. ¡Qué importante y significativo resulta ahora el hecho de que sea precisamente la educación el tema que ha de guiarnos en este entrenamiento! Comienza así en la Argentina un proceso de interrelación del que la participación será a la vez el objetivo y la sustancia, la meta, el punto de partida y el camino.
Consultándonos unos a otros, entre todos constituiremos el campo fértil para las innovaciones y propuestas renovadoras que tanto anhelamos pero que tan trabajoso resulta concretar.
Honorable Congreso:
El crecimiento es una condición ineludible para el mantenimiento de la estabilidad en un horizonte de largo plazo. Los avances logrados en la lucha contra la inflación deben ser proseguidos, en consecuencia, por una política clara y definida en favor del crecimiento.
En la concepción que nos anima, la política de crecimiento descansa sobre la reindustrialización del país y la expansión de las exportaciones. Expresión de esta convicción ha sido la decisión de reunir ambos objetivos dentro de un mismo ámbito administrativo, en la Secretaría de Industria y Comercio Exterior.
El gobierno nacional está empeñado en llevar adelante un proceso de reindustrialización que combine, tanto la recuperación y modernización del patrimonio industrial nacional, como la incorporación de nuevos sectores de alta tecnología, capaces de generar un incremento de la producción y de la productividad, no solo por su propia capacidad sino fundamentalmente porque pueden difundir hacia atrás y hacia adelante, hacia los sectores existentes, mejoramientos tecnológicos que generen fuertes aumentos de productividad en el conjunto de la economía.
Un capítulo no menos significativo del proceso de reindustrialización es el fortalecimiento de aquellas actividades en condiciones de proveer los insumos adecuados al sector agropecuario y aumentar así sus progresos productivos. La tecnología quedará así ligada al desarrollo del sector agropecuario en el mediano plazo y será el eslabón entre una industria y un agro decididamente complementarios.
Aspiramos también a una industrialización más abierta, que articule las demandas del mercado interno con las del mercado internacional, a fin de retomar el proceso de apertura exportadora iniciado en los primeros años de la década del sesenta y que quedara trunco por la política anti industrial puesta en marcha en 1976.
Un elemento clave para este proceso de apertura es la búsqueda de asociaciones estrechas aunque no excluyentes con otras naciones que han alcanzado grados de desarrollo y niveles de ingresos compatibles con la Argentina, en articular con el área de los países de América latina.
La estrategia de reindustrialización que proponemos es a la vez ambiciosa y realista.
Es ambiciosa porque intenta incorporar activamente a la industria argentina a la decisiva etapa de cambios tecnológicos de nuestra época, y es realista porque tiene como meta l necesaria competitividad de todas las actividades industriales, porque reconoce la urgencia de ganar mercados externos y desarrollar ventajas comparativas futuras sobre la base de la especialización, porque no desconoce la interdependencia existente entre las distintas actividades a fin de desarrollar un aparato productivo moderno y eficiente, porque, en fin, no resigna del papel central que juega el mercado interno como plataforma de lanzamiento de nuevos productos y creación de nuevas actividades.
Estas definiciones sobre la industrialización se complementan con nuestro compromiso de estímulo a las exportaciones. Hoy no existe nación en el mundo que no entienda que para proveerse de las materias primas, insumos, bienes de capital y tecnología que son necesarias para un desarrollo, es imprescindible vender al exterior, y también que para vender se impone comprar más.
Estas verdades elementales tienen para nosotros una significación adicional. Es la que resulta de la necesidad de hacer frente a los compromisos externos y superar, al mismo tiempo, las trabas al crecimiento derivadas de la transferencia de recursos al exterior.
Este doble significado que tiene la expansión de las exportaciones ha llevado al gobierno nacional a hacer de ella uno de los pilares de la política de crecimiento. Estamos convencidos que es una necesidad vital para una Argentina que quiere capitalizar su economía, introducir nuevas tecnologías, mejorar su eficiencia y competitividad y, en definitiva, elevar el bienestar de su población, potenciar las importaciones y las inversiones a ellas asociadas.
Consistentemente con estas definiciones, se han puesto en marcha una serie de iniciativas, entre las que pueden señalarse:
La respuesta que han tenido algunas de las iniciativas mencionadas por parte del sector empresario no pudo ser más auspiciosa. Podemos afirmar hoy que cuando hay un clima adecuado hay voluntad de invertir. Y que cuando se ofrecen los mecanismos idóneos esta voluntad se traduce en proyectos concretos.
Ello nos afirma en la confianza que depositamos en la inversión privada dentro de la recuperación del crecimiento nacional. El gobierno está decidido a apoyarla hasta el límite de las posibilidades que fijen sus recursos. Pero no debe haber confusión a este respecto. Ni los subsidios ni la inversión pública pueden sustituir las iniciativas privadas de inversión.
Aspiramos, pues, a que en los empresarios se reanime el espíritu de riesgo y de innovación para explorar las oportunidades que abre el nuevo clima económico que vive el país.