Honorable Congreso:
Nos aproximamos a un acontecimiento histórico, como lo es una sucesión presidencial en los marcos de la normalidad institucional. Siempre pensé (y lo dije varias veces) que la prueba decisiva del éxito del camino iniciado en 1983 era llegar a las elecciones de 1989. Lo que no se pudo conseguir en los periodos constitucionales iniciados en 1952, en 1958, en 1963 y en 1973, estamos a punto de lograrlo ahora.
Casi siempre, en las campañas presidenciales de esos años, el repudio a quienes habían ocupado el poder ilegalmente unificaba a los candidatos en competencia; el adversario, el culpable estaba fuera del sistema, era aquel que había usurpado por la fuerza la voluntad ciudadana. Hoy las circunstancias son distintas; un gobierno legítimo va a dejar su lugar a otro gobierno legal y, por lo tanto, los adversarios se definen dentro del sistema, ofrecen su propuesta y lógicamente tratan de refutar la de sus oponentes con todos los argumentos a su alcance. Son las reglas de juego del pluralismo, de la competencia política que afortunadamente vivimos hoy como algo natural.
En esa competencia cívica, el gobierno que concluye su mandato es, necesariamente, un protagonista más, un objeto deexamen, de apoyos y de rechazos. Su acción se ubica en el ojo de la tormenta, lo sé bien y así lo asumo. ¿Cómo no saber, también que en las situaciones de tan grave crisis como las que padecen las democracias pobres de América Latina, la Argentina entre ellas, los gobiernos que se hacen cargo de las mismas, inevitablemente se trasforman (por acción o por omisión) en los chivos expiatorios de las frustraciones particulares o colectivas? Me hago cargo de todo esto y por lo tanto no puedo ignorar hasta qué punto arrecian, en este momento, las críticas al desempeño gubernamental. Ella se funda en cuestiones objetivas que afectan la vida cotidiana de los argentinos (en las que caben, por supuesto, responsabilidades personales que no evadiré), pero también en un inevitable endurecimiento de la campaña electoral.
Creo justo, sin embargo, que se haga otro reconocimiento. Todas las críticas que se efectúan, por más airadas que fueren, que llegan a veces hasta el agravio, pueden ser expuestas y difundidas con total libertad.
No hay temores, porque nadie las acalla desde el Estado con ademanes autoritarios como sucedió entre nosotros siempre o casi siempre.
Quiero rescatar aquí una excepción: la de la ejemplar presidencia de Arturo Illia, cuya límpida tolerancia frente a los disensos fue finalmente abatida por el despotismo. Hoy hemos recuperado ese brioso viento de libertad como un capital común que ningún ciudadano quiere perder a cambio de cualquier espejismo que se le ofrezca como dádiva.
Nadie puede cuestionar, pues, la legitimidad del disenso y el derecho a la crítica por parte de la oposición, como tampoco puede esta desconocer el clima de libertad en el que se desenvuelve.
Pero abundan hoy en la Argentina las instigaciones a ignorar esta realidad, instigaciones que responden a supervivencias de una mentalidad autoritaria que ha gravitado de un modo determinante sobre buena parte de nuestro pasado, una mentalidad que no se distingue ciertamente por apreciar las virtudes de la democracia.
A lo largo de las últimas tres generaciones, los argentinos hemos vivido sometidos a pesadas influencias antidemocráticas. Formas variadas de autoritarismo, sectarismo, oscurantismo, exclusivismo, fundamentalismo, han ejercido durante esa etapa un poder modelador sobre nuestra personalidad nacional y sobre la personalidad individual de cada uno de nosotros.
En este marco histórico se han sucedido dictaduras e intervalos constitucionales. Pero con la particularidad de que casi todos estos últimos exhibieron también, tanto en el comportamiento de los gobiernos como en el de las oposiciones estilos y modalidades propios de aquella cultura autoritaria que pujaba por prevalecer en el país.
De este modo nuestro pasado reciente se ha distinguido desde 1930, no solo por el recurrente empleo dela fuerza para derribar gobiernos constitucionales, sino también por la peculiaridad de que aun a través de esos gobiernos constitucionales lograban abrirse camino prácticas y conductas derivadas de la misma cultura política que inspiraba al golpismo.
Nuestra vida nacional de los últimos sesenta años incluyó así, al lado de las tan numerosas dictaduras, gobiernos constitucionales con presos políticos, provincias intervenidas, universidades avasalladas, sindicatos sometidos a control estatal, desbordes, represivos, bandas parapoliciales, práctica sistematizada de la tortura, estado de sitio endémico, correspondencia violada, ejercicio ilimitado del espionaje interno, medidas encaminadas a impedir la libre expresión de ideas.
El autoritarismo, la violencia y la arbitrariedad eran norma de las dictaduras y al mismo tiempo tentaciones a las cuales se cedía con deplorable frecuencia durante los interregnos constituciones, a partir de un firmamento cultural que por momentos parecía ser común a los dos modos de gobernar el país.
Sobre este trasfondo histórico, la experiencia iniciada en la Argentina el 10 de diciembre de 1983 cobra significados, valores y méritos que no pueden ni deben ser ignorados.
Ni un solo gesto de nuestra trayectoriaen el poder reflejó las inclinaciones autoritarias de las que estuvieron plagados gobiernos constitucionales del pasado.
Ni un solo paso dado por nuestra administración ha estado encaminado a oprimir, a amenazar o intimidar. Nunca ha disfrutado el país deuna democracia tan plena, tan diferenciada de todo modelo dictatorial y tan merecedora por ello de ser definida.
Digamos, en adición a todo esto, que nos tocó administrar el país en medio de la mayor y más profunda de sus crisis económicas. Más precisamente en medio de una crisis estallada mundialmente en el campo de las relaciones entre Norte y el Sur, una crisis que ha acentuado hasta extremos inadmisibles el preexistente equilibro de tales relaciones, bloqueando las ya precarias vías de crecimiento que habían conseguido abrirse en el vasto mundo emergente.
Nuestro país está sufriendo su cuota de esta crisis, que tiene expresiones todavía más agudas en el resto de Latinoamérica y que ha traído consigo graves situaciones de intranquilidad social, a caballo de las cuales la oposición política al sistema desencadenó infames campañas desquiciadoras.
En un país donde el ejercicio de facto o constitucional del poder estuvo tradicionalmente asociado con las tentaciones de preservar el orden mediante recursos autoritarios, a nuestro gobierno le tocó en suerte un momento histórico más cargado que cualquier otro de elementos propicios para la tentación.
En otros términos, nuestro gobierno no solo se distinguió por haber resistido esas tentaciones, sino también por haberlas resistido cuando ellas estaban en su momento histórico de mayor fuerza, de mayor apremio. A la peculiaridad de haber preservado en la Argentina una democracia integral y sin resquebrajaduras durante todo un periodo presidencial, hemos sumado la peculiaridad aún más notable de haberlo hecho en medio de las mayores incitaciones objetivas a no hacerlo.
Creo estamos en nuestro derecho si pretendemos que esta labor sea reconocida en todo su valor. Y no me cabe la menor duda de que reconocerlo en todo su valor significa reconocerlo como algo excepcional en el conjunto de nuestra historia patria. Y como algo excepcional también en América latina.
Y esto, en parte, podrá atribuirse a errores nuestros, pero se debe principalmente (repito) al hecho de que nuestra crisis es parte inseparable de una crisis estructural mundial cuya solución solo podrá emerger de grandes iniciativas colectivas que abarquen a enteras regiones del planeta con centenares de millones de personas involucradas, y nunca de una iniciativa singular.
Sin embargo, estamos asistiendo a un curioso fenómeno político-cultural de distorsión evaluativa que muestra a algunos políticos, ciertas concentraciones de poder corporativo y muchos medios de difusión asociados, consciente o inconscientemente, en una gigantesca campaña de acción psicológica apuntada a presentarnos como un gobierno cuya característica central, distintiva y definitoria es la de no haber superado la crisis económica y no la de haber cumplido aquella epopeya democratizadora en circunstancias tan terriblemente adversas a su realización.
Se están desplegando esfuerzos inauditos (que son motivo de estupefacción para observadores extranjeros) por descargar sobre nosotros, en función de aquella subsistente crisis económica, un odio popular que normalmente solo se destina a las tiranías.
¿No se advierte hasta qué extremo se pretende renovar pasados sometidos del pueblo argentino a una tabla de valores autoritaria al tratar de imponerle un criterio de evaluación semejante?
Es indudable que una cultura política en al cual se asignen valores supremos a la democracia, la libertad y la convivencia pluralista no puede alimentar odios viscerales y sentimientos de irreductible antagonismo frente a un gobierno como el nuestro. Como es indudable que el empeño en alimentar de todos modos odios y sentimientos semejantes a nuestro respecto sólo puede instrumentarse fomentando una cultura política que no asigne valores supremos a la democracia, la libertad y la convivencia pluralista.
No me siento alarmado por la suerte que este tipo de antagonismo pueda reservar a mi persona o a aquella parcialidad que me incluye, sino por la suerte que podría reservar al sistema político cuya preservación hace a los intereses y los ideales de todo el arco democrático argentino.
La tarea principal que nos encomendó el país, en 1983, fue construir una democracia. Con la cooperación de casi toda la sociedad nos entregamos a esa tarea. Y hemos tenido un éxito tal que hoy el país se ha olvidado de cuáles eran sus preocupaciones, sus dudas, sus ansiedades en 1983.
Nos parece natural que no haya proscripciones. Nos parece natural que no haya presos políticos. Nos parece natural que no haya provincias intervenidas. Nos parece natural que no haya sindicatos intervenidos.
Y yo creo que está bien que todo eso nos parezca natural. Así debemos considerarlo de ahora en adelante. Sin embargo, todo eso, junto, no se había dado nunca en nuestra historia.
Yo sé que se viven horas decisivas en materia económica a pocos días de las elecciones presidenciales. Sé que sólo deberían ser horas de alegría, pero se han transformado también en horas de ansiedad.
El estado está desequilibrado en sus cuentas y con un financiamiento decreciente. A ello ha contribuido la incertidumbre política sobre el rumbo que seguirá la economía en el futuro. No podemos negarlo; hay desconfianza e inseguridad.
Las consecuencias pegan de lleno en los hogares argentinos y, sobre todo, en los más humildes. La inflación se ha acelerado y eso provoca desazón.
Quiero decir ante esta Asamblea que no nos vamos a quedar quietos. No vamos a mirar pasivamente esta situación que solo beneficia a los enemigos de la democracia. Hemos decidido tomar el toro por las astas.
En las próximas horas la sociedad argentina conocerá las decisiones del gobierno. Ellas representarán nuestra firme voluntad de estabilizar la economía, de restablecer definitivamente el orden, de proteger a los desprotegidos, de garantizar la transición democrática hasta el 10 de diciembre, cuando asuma el nuevo presidente. Estoy convencido de que para esta causa vamos a contar con la ayuda de todos, porque esuna causa noble.
Contaremos con los recursos financieros excepcionales para el sector público, cuyo funcionamiento está en peligro por la crisis coyuntural. Esos recursos aventarán toda duda sobre nuestra capacidad de cumplimiento de las obligaciones. Al mismo tiempo, para enfrentar esta emergencia fiscal, estamos enviando al Parlamento un conjunto de iniciativas para librar la batalla decisiva contra el déficit fiscal. Vamos a cerrar los desequilibrios, vamos a entregar un sector público sano.
Las medidas de tipo cambiario que pondremos en práctica no dejarán dudas sobre nuestra vocación por promover las exportaciones y la producción. Pero quiero asegurar, también, que los ajustes que sean necesarios se harán sin descargar el peso de la crisis sobre los sectores más postergados de la sociedad. Porque somos sensibles a los problemas sociales, seremos severos en nuestra política de precios y de abastecimiento, así como seremos severos en el cumplimiento de los objetivos fiscales y financieros.
Honorable Congreso:
Como ciudadano encargado del Poder Ejecutivo en estos años difíciles de una transición que no es sólo política, sino también económica y, sobre todo, sociocultural, quiero ejercer un derecho: el de reflexionar ante los representantes del pueblo sobre la obra de gobierno, sin triunfalismos, pero sin aceptar resignadamente que nada se ha hecho, que estamos peor que antes, que, en última instancia y aunque no se lo diga, esta difícil transición hacia la democracia no ha valido la pena. Y no se trata de soberbia, de orgullo personal, de obcecación; se trata, sobre todo, de ayudar a que no se impulse a bajar los brazos a las mujeres y a los hombres argentinos, especialmente a nuestros jóvenes.
Por eso, quiero dirigirme a los representantes del pueblo argentino como si estuviera hablando personalmente con cada uno de mis compatriotas. No voy a hacer un balance puntual de éxitos y de fracasos. Me gustaría que miráramos hacia el futuro; que nos detengamos en el pasado sólo en función de la herencia, que dejamos para que otros la corrijan o la perfeccionen. En ella hay cosas malas y también cosas buenas que habrá que mantener y profundizar.
En 1983 cayó sobre todos nosotros una carga enorme. Luego de décadas de frustraciones nos propusimos establecer las bases para cambios fundamentales en un modelo de país en crisis que ya no daba más. Y buscamos encarar esas transformaciones (que siempre son costosas) en el marco de la más amplia democracia y con el menor costo social posible.
Un objetivo triple guió nuestros pasos desde entonces: mantener unidos los necesarios ajustes con las imprescindibles libertades y el equilibrio social.
En ese camino, racionalmente elegido, no hemos querido (a fin de salvaguardar ese bien precioso que es la democracia y evitar la violencia que la destruye) generar políticas que a veces se implementan en los gabinetes técnicos con la implícita presunción de que las sociedades complejas como la nuestra son espacios vacíos en los que cualquier prueba de laboratorio puede ser experimentada y cuyas consecuencias inmediatas serían la desocupación y el hambre para millares de familias.
Pero tampoco quisimos generar políticas propias de un facilismo oportunista.
Es irresponsable pensar en distribuir lo que no existe. Más a la corta que a la larga, una demagogia de ese tipo también genera violencia, ante las perspectivas inevitablemente frustradas y frente a la lucha despiadada entre los grupos que ambicionan que sus demandas sean pronto satisfechas.
¿Habrá que recordarles en qué espejos cercanos debemos mirarnos, dolorosamente, para advertir cuáles son los frutos de esas políticas que solo piensan en los réditos inmediatos de la coyuntura?
Honorable Congreso:
Dije antes que en esta trajinada empresa que nos ha tocado poner en marcha hemos cometido algunos errores. No podía ser de otro modo. Pésimo gobernante sería aquel que se creyera al abrigo de toda falla. Quien es incapaz de reconocer un error es todavía más incapaz de corregirlo.
Hubo cosas que no supimos hacer. A veces nos equivocamos en los cambios básicos que debíamos llevar a cabo. Por error de diagnóstico en algunas oportunidades, por falta de perseverancia en la aplicación de las políticas o por mal cálculo de los tiempos, en otras. Y aunque honradamente pienso que se hizo mucho, si no avanzamos al ritmo que queríamos para transformar de raíz un sistema económico perverso, para modernizar un Estado burocrático e inmanejable, para quebrar de cuajo un funcionamiento cerrado de la economía, de espaldas al mundo y poco eficiente, eso queda como parte de una herencia que otro gobierno constitucional deberá complementar.
Hubo también cosas que no quisimos hacer: a veces postergamos, o simplemente no efectuamos, ajustes que un cálculo descarnado podría considerar beneficiosos (y que seguramente lo eran a largo plazo) pero que en lo inmediato acarreaban costos sociales y sacrificios imposibles de sobrellevar para sectores importantes de la sociedad.
La política que aplicamos en materia de cambios estructurales implicaba, al contrario, sopesar prioridades y obligaciones, necesidades económicas y urgencias sociales, sobre la base inamovible de continuar construyendo la democracia. Por eso, no creo que en este caso haya que hablar de errores, sino de situaciones que por fuerza nos llevaron en ocasiones a disminuir la velocidad de nuestra marcha hacia las transformaciones de estructura que el país necesita.
Hubo, por último, cosas que no pudimos hacer. En primer lugar, por la presencia de obstáculos y dificultades objetivas. Factores externos, como lo fueron en su momento la caída de los precios de los productos agropecuarios o el manejo casi usurario de las tasas de interés desde los centros del poder económico internacional, así como algunas penurias internas, hicieron que iniciativas necesarias y positivas que proyectábamos llevar a cabo debieran ser demoradas o abandonadas. Sólo mencionaré, a título de ilustración, el triste privilegio de haber tenido que soportar la más terrible de las inundaciones que tengamos memoria y, más tarde, una de las más despiadadas sequías.
He hablado de dificultades objetivas que obstaculizaron logros o impidieron alcanzar ciertas metas. No fueron las únicas. Hubo también dificultades subjetivas. A causa de ellas, la sociedad argentina ha visto su marcha entorpecida y amenazada por el egoísmo sectorial en su más señera expresión colectiva, el corporativismo. También hay que mencionar la especulación y el fomento irresponsable de la inflación y, por último, en sus formas de manifestación política, los autoritarismos de diverso signo.
La preocupación por esos resabios autoritarios que, aunque debilitados, todavía persisten entre nosotros, tuvo en nuestro caso un interés preciso. Siempre he pensado que nuestro ordenamiento institucional favorecía, en su versión actual, la persistencia de actitudes que configuran los principales componentes de ese autoritarismo.
Buena parte del pensamiento político argentino ha sido refractaria, cuando no abiertamente hostil, a la idea de que la nacionalidad pudiera expresarse en pluralidad. Y aun en el pensamiento democrático se ha escondido muchas veces la creencia subyacente de que el mosaico de la pluralidad argentina, aunque acertado en principio, debía estar integrado por una fuerza política esencial y otras de naturaleza accesoria.
Siempre he estado convencido de que la marcha que habíamos emprendido hacia la democratización del país tenía que incluir formas de acción contra esos atavismos político-culturales; formas que incluyeran también correctivos para aquellas instituciones de nuestro sistema político que aseguran la continuidad de tales rémoras. Con ese espíritu propusimos a la ciudadanía y demás fuerzas políticas el proyecto de una reforma constitucional que apuntara a redefinir en un sentido más democrático la naturaleza del gobierno.
Lamentablemente, nuestra propuesta de reforma no encontró durante largos años el indispensable consenso para hacerla efectiva. No se trata, entiéndase bien, de descargar culpas en los demás. Nunca lo hemos hecho: un inconmovible sentido de la obligación nos hizo asumir todo traspié, toda solución insatisfactoria, todo fracaso, como responsabilidad propia. Nuestros adversarios deben reconocer que jamás los hemos convertido en víctimas propiciatorias de culpas que quizás no siempre fueron nuestras. Aunque seguiremos luchando por ella, estemos donde estemos, la reforma de la Constitución forma parte de una deuda con la sociedad que no queríamos contraer, pero que la realidad nos impuso. La asumimos.
Estoy convencido de que las creencias y actitudes de los argentinos tienen aspectos y potencialidades positivas. Amamos la libertad, hemos aprendido a apreciar y defender la democracia. Con ella, lo he dicho, hemos sufrido padecimientos, pero sabemos también que, sin ella, esos mismos padecimientos se hubieran agravado. Pero esas creencias y actitudes suelen también manifestar aspectos negativos: egoísmo, espíritu sectorial, disposición para la especulación, tendencia a creer en diversos mesianismos. Son el lado oscuro de nuestra cultura política, los fantasmas a los que obstinadamente algunos todavía se aferran, quizás por temor a los riesgos imaginarios del futuro.
Sin embargo, esos aspectos negativos son parciales y no alcanzan para alimentar el menor escepticismo. Hay una transición a la democracia que se desarrolla a nivel de las instituciones políticas. Pero hay también otra transición a la democracia que se está cumpliendo en nuestras propias conciencias. Ella pasa ante todo por destruir esos fantasmas y por crear auténticas expectativas de transformaciones profundas, sustentadas en la realidad, para nuestro país. Y ella habrá de conducirnos a fructificar el capital cultural-democrático que hoy es el patrimonio inalienable de la sociedad argentina.
Honorable Congreso:
Dije al principio que no iba a hacer un inventario de mi gestión; sólo he buscado explicar, desde mi punto de vista, los objetivos que nos trazamos y las dificultades (propias y ajenas) que se interpusieron frente a ellos.
Fue a la democracia recuperada a quien le tocó la dura tarea de remontar esa cuesta, y a nosotros, la de enfrentarla desde el gobierno.
Repito: a veces no supimos, a veces no quisimos, a veces no pudimos, porque no conseguimos el consenso necesario, avanzar sobre los obstáculos.
Seguiremos gobernando hasta el 10 de diciembre con la firme convicción de superar los errores y de profundizar los aciertos. Para eso hemos sido elegidos y no hemos de eludir el mandato recibido.
Estoy convencido de que en las grandes orientaciones no nos hemos equivocado. Quisimos enfrentar la crisis y no sólo administrarla. Para ello intentamos evitar las recetas simplistas de facilismo y del elitismo. Me resisto a creer en opciones ingenuas que terminan siendo crueles.
Hemos puesto las bases para el cambio que reclama esta sociedad a fin de no quedar fuera de la historia. Más allá de las sombras que derrama una coyuntura difícil, agravada por la mezquindad de los grupos que ante la inminencia de la transferencia normal de los poderes constitucionales buscan incrementar su capacidad de presión sobre el Estado, dejamos una herencia, un camino trazado, que retomarán quienes nos continúen.
Esta es la Argentina democrática y pacífica que soñamos varias generaciones. La Argentina que en 1983 votó por la vida; la Argentina que en 1984 votó por la paz con Chile; la Argentina respetada y prestigiada en el mundo que en todos los foros internacionales levantó su voz en procura de la paz y la justicia; la Argentina que ahora se apresta a decidir, libremente, qué país quiere.
Después de exteriorizaciones como las de Semana Santa, Monte Caseros, Villa Martelli y La Tablada, ya nadie puede ignorar la delicadeza de los problemas que hemos tenido que resolver para asegurar la democracia.
Si esto fuera todo lo realizado, si en estos cinco años no hubiésemos hemos hecho otra cosa que promover y dirigir la formación de esta democracia, yo ya tendría la seguridad de haber cumplido.
Sufrimos la deuda externa, una caída de precios internacionales como la que nos golpeó en 1983 y 1986 y un Estado exhausto, agotado. A todo eso junto, no había tenido que enfrentarlo ningún otro gobierno antes que el nuestro.
En esas condiciones, era inevitable que hubiera padecimientos colectivos. La alternativa no era padecimiento o bienestar.
Lanzamos ideas que a los cortoplacistas les parecieron ilusorias: como dije, una nueva forma de organización institucional (a través de la reforma de la Constitución), una reorganización territorial (que debe empezar por el traslado de la capital y culminar en la descentralización económica), el desarrollo de la Patagonia y la integración efectiva con Brasil y Uruguay.
Endeudamiento, retroceso productivo, condiciones internacionales desfavorables para nuestros bienes, crisis fiscales del Estado, incidieron negativamente en todos los sectores y fue necesario acudir en auxilio de los más necesitados.
El Plan Alimentario, concebido e instrumentado en el marco de una Nación que da preeminencia a la justicia social y excluye todo paternalismo, fue una respuesta inmediata y eficaz a imperativos impostergables en todos los sentidos. Su éxito ha sido y es indiscutible.
Se pusieron también en marcha iniciativas múltiples en materia de programas sociales que abarcan necesidades populares relativas a la educación, la vivienda, la salud, la recreación, el acceso a la cultura y otros servicios dirigidos a situaciones específicas de la infancia, la juventud, la ancianidad y la discapacidad, que transformaron a la Argentina en el país de América que en términos del Producto Bruto Interno dedica más al desarrollo social.
La ley de Convenciones Colectivas de Trabajo añade una nueva dimensión al enfoque con que se ha concebido teórica y prácticamente la cuestión social.
En ese concepto se han encuadrado nuestras iniciativas para dar forma a un seguro de salud que englobe a todos y suministre un servicio humanizado, conforme en sus aspectos técnicos a las necesidades efectivas de la gente. En el mismo campo social se atacó revolucionariamente el problema jubilatorio, se trabajó como nunca antes por la igualdad de la mujer, se llevó a cabo la mayor construcción de viviendas populares efectuada en un periodo de gobierno, se lanzó un plan de alfabetización premiado por la UNESCO, se realizó el Congreso Pedagógico Nacional cuyas conclusiones, estoy seguro, serán receptadas por vuestra honorabilidad para la sanción de la nueva ley de educación, se multiplicaron las matrículas escolares en todos los niveles y se llevó adelante una importantísima obra de construcciones universitarias.
En 1985 lanzamos el Plan Houston, convocando al capital internacional a participar, junto con empresas argentinas en elmás grande esfuerzo de exploración que se haya realizado jamás en nuestro territorio.
Logramos el autoabastecimiento petrolero. La producción de hidrocarburos de 1988 fue la más alta de toda la historia de la Argentina, desde el descubrimiento del petróleo en 1907.
En once meses (un récord mundial) hicimos un gasoducto de 1.400 kilómetros de distancia, de Loma de la Lata a Buenos Aires, pasando por Bahía Blanca, y antes de que llegara el invierno de 1988 llegó ese gas a Buenos Aires.
En petroquímica, estamos apelando al capital privado. En un país donde se habla demasiado de privatización, nosotros la estamos haciendo. El polo petroquímico de Neuquén (inicialmente planeado como un emprendimiento que debía realizar Gas del Estado) fue transformado por el gobierno en un polo enteramente privado, a ser construido con capital de riesgo. Lo mismo ocurrió con la planta neuquina de fertilizantes, que no la va a hacer YPF sino el sector privado al que estamos llamando para que arriesgue, para que introduzca tecnología, para que ahorre importaciones y promueva exportaciones.
En materia de energía eléctrica, la Argentina está construyendo obras (hidroeléctricas, térmicas convencionales y nucleares) que prácticamente duplicarán la capacidad instalada total que tenemos en este momento.
Este gobierno ha levantado la mitad de la obra civil de Yacyretá, la mayor presa hidroeléctrica que se está construyendo en el mundo, una presa que proveerá seis veces más energía que El Chocón.
Piedra del Águila, que se inició en 1985 (al tiempo que se inauguraba Alicurá) ya tiene cerca del 60 por ciento de su obra civil realizada. Y ahora vamos a construir, junto con Brasil, la presa de Pichi Picún Leufú. Y vamos a completar Atucha II.
Aquí habían pasado gobiernos civiles y militares, gobiernos de distinto signo. Todos habían hablado del problema de las empresas públicas. Pero nunca, nunca, se habían elaborado soluciones concretas como las que nosotros hemos propuesto para Aerolíneas Argentinas o ENTEL.
El tratado con Italia (seguido por el tratado con España y acuerdos afines con otros países) es un ejemplo de lo que puede la voluntad, la creatividad y la estrategia de una Nación resuelta a crecer.
La cosecha de esta siembra no la hará este gobierno. El petróleo de Houston aparecerá después; el polo petroquímico se terminará después; Yacyretá, Piedra del Águila, Atucha II, todo se terminara después. Las inversiones italianas y españolas llegarán después; los mejores resultados de la integración con Brasil se notarán después; todo fructificara cuando nuestro periodo haya terminado. Pero así es siempre: las grandes transformaciones económicas requieren periodos de diseño y ejecución que exceden los mandatos constitucionales. Por eso, otros gobiernos rehuyeron la transformación y prefirieron los frutos de cosecha rápida, que fueron agotando el suelo y comprometiendo el futuro.
Como dije, sabemos que la cosecha de esta siembra no la haremos nosotros y nos hubiera gustado sembrar mucho más, pero hemos diseñado la gran transformación del futuro. Estamos gobernando en medio de la crisis y no nos hemos resignado a ella. Cuando algunos excesos propagandísticos hablan de caos y de inseguridad,solo nos cabe comparar serenamente con el pasado inmediato del que venimos. Cuando temerariamente se habla de la corrupción, solo nos queda pensar que nunca como ahora la justicia ha actuado con tanta libertad, y que no hay denuncia fundada que no se esté tramitando en sus tribunales, que se llegue a imputar al gobierno la comisión de actos que él ha denunciado y que ha desaparecido la impunidad en la Argentina.
Honorable Congreso:
Esta democracia ya va a cumplir seis años. En ese lapso hemos hecho todos, por primera vez en mucho tiempo, una seria, continuada y diversificada experiencia de la vida democrática. La hemos visto funcionar en las instituciones, en el voto, en la cultura, en los medios de comunicación, en la vida cotidiana.
Hemos convivido con sus virtudes y también con sus defectos. Hemos aprendido que la democracia no convierte a los hombres en ángeles, ni está hecha para eso. Que no disuelve los conflictos ni los problemas por milagro, ni está hecha para eso. Que es sobre todo el mejor régimen político para convivir, debatir, confrontar, decidir y crear. Todos tenemos ahora una idea, una experiencia más madura, más adulta, más humana, y por eso más verdadera de la democracia. Sabemos ahora, por haberlo experimentado, que es imperfecta, pero también perfectible, que tiene defectos, pero también que ellos pueden ser corregidos. Y, en fin, que solo pueden ser corregidos no anulando ni limitando, sino profundizando la democracia. La experiencia democrática (lo sé bien) no elimina los sinsabores, pero abre la perspectiva y la esperanza de una vida mejor, tanto material como espiritualmente. Y, más allá de las dificultades, mantiene siempre vivas esa perspectiva y esa esperanza.
Todo esto (también esta experiencia) es lo esencial de la herencia que vamos a dejar a nuestros sucesores. Sin vanidad, pero con firmeza, he querido ofrecerla hoy para la reflexión de cada uno.
Honorable Congreso: aunque mi gestión continuará hasta el 10 de diciembre próximo hoy es la última vez que me dirijo a ustedes para inaugurar, como todos los 1° de mayo, las sesiones ordinarias de ambas Cámaras. No sé, ni podría saber, lo que siente cada gobernante en el momento en que su gestión se aproxima a su término. Yo mismo, al iniciar mi gobierno, no sabía lo que sentiría al concluirlo. Sabía, por cierto, con qué actitud me haría cargo de los problemas, con qué disposición de ánimo enfrentaría los desafíos y a qué normas éticas adecuaría mi conducta. Pero ignoraba por completo los sentimientos que experimentaría al ir acercándome al final del camino, seis años después. Hoy lo sé.
Agradezco a Dios, en cuyo auxilio y bondad he confiado, fuente permanente de mi esperanza en el progreso y estímulo para expresar ahora este sentimiento.
Agradezco ante todo y sobre todo al pueblo argentino: sus esfuerzos, sus sacrificios, su actitud consecuente y siempre activamente dispuesta a la defensa de la democracia que hemos conquistado. Le agradezco esa disposición solidaria y le agradezco también sus desacuerdos, sus protestas públicamente expresadas, sus críticas. Agradezco a la gente que nos apoyó con el voto y también a la gente que se opuso a nosotros con el voto. Siento que tanto unos como otros, en lo más profundo y más valioso de su conciencia de ciudadanos, creyeron en nosotros, en los valores y las convicciones que pusimos en práctica. Aun quienes discreparon lo hicieron con la convicción de que custodiaríamos su derecho al disenso.
Aun quienes protestaron, nos increparon, nos apostrofaron, reconocieron en el ejercicio del derecho a la libertad de pensar, de hablar, de escribir, que ese derecho era para nosotros un valor inalienable. Recordaré sin el menor rencor (y casi diría con un dejo de nostalgia) las discusiones, los debates, los enfrentamientos verbales, que jalonaron nuestra gestión. Porque alguna vez he dicho que celebraba no ser para mis compatriotas el “excelentísimo señor presidente de la Nación”, sino simplemente el presidente de los argentinos.
Agradezco también a los partidos políticos: a mi partido, la Unión Cívica Radical, a los partidos que nos apoyaron y, por supuesto, a la oposición. Todos hemos vivido momentos duros. Hubo decisiones difíciles que adoptar ante problemas sumamente complejos. Naturalmente nuestras opiniones se dividieron muchas veces llevados por el calor de los debates, pocos pueden vanagloriarse de haber sido impermeables al ataque colérico, y a veces al calificativo injusto.
Pero el respeto prevaleció sobre la intolerancia, la racionalidad sobre el fanatismo, la polémica honesta sobre la mera descalificación del adversario. Y aun las más duras expresiones de discrepancia (cuando logran evitar el insulto o la calumnia) tienen potenciales virtudes cívicas y morales: el político franco, combativo, leal incluso en la dureza de sus expresiones, nos recuerda saludablemente lo que hay de falso y de oportunista en ciertas lisonjas, en cierta obsequiosidad, en cierta artificiosa complacencia. Agradezco el apoyo y la crítica de correligionarios y adversarios y hasta las frases ingeniosas que sin duda habrán preparado para criticar este discurso.
Agradezco a nuestras fuerzas armadas que, por una parte, lograron superar circunstancias que, aunque necesarias, fueron extremadamente difíciles para ellas y, por otra, llegado el momento, no vacilaron en defender con su vida nuestras instituciones, vilmente agredidas por el fanatismo de los violentos.
Ningún sindicato fue intervenido, hecho normas en una democracia experimentada y consolidada, pero inédito en un país y en una democracia joven como la nuestra.
Agradezco a los maestros y profesores, a los educadores de nuestros niños y nuestros jóvenes. Tienen el inmenso mérito de haber trabajado, muchas veces en condiciones difíciles, transmitiendo el conocimiento e inculcando virtudes morales y cívicas hasta en el más apartado rincón de la patria. Han sido además depositarios de la inmensa responsabilidad de infundir los valores de la tolerancia, del respeto a las leyes, de la libertad y de la democracia a quienes se inician en la vida. Sé que han estado a la altura de esa responsabilidad y por eso quiero expresarles mi cálido reconocimiento.
Agradezco a los jóvenes, a todos los jóvenes que han protagonizado con su entusiasmo, su esperanza vigilante y su ímpetu sin concesiones, esta difícil etapa de transición y contribuyeron decisivamente a recuperar valores esenciales de la convivencia democrática. A esos jóvenes que, estoy seguro, custodiarán celosamente, como sus verdaderos artífices, los avances de la libertad y con ese bagaje serán los pioneros de otros cambios todavía pendientes.
Agradezco a la Iglesia Católica su prédica, su estímulo, sus enseñanzas; a las demás confesiones que en el marco del respeto y la libertad se expresan entre nosotros y a todos los hombres y mujeres de fe cuyas plegarias y testimonio muchas veces me han fortalecido e interpelado.
Agradezco al periodismo, a los escritores, a los intelectuales, a los artistas. Ellos son la sal de la democracia, la expresión cotidiana de su vigencia. Con su talento, con su espíritu creativo, con sus opiniones y hasta con su humor han sido en estos años testimonios vivientes del valor que damos los argentinos a la libertad y de las cosas bellas, sustanciales y permanentes que somos capaces de crear cuando gozamos de ella.
Agradezco en fin a la mujer y al hombre humildes y sufridos de este país, no siempre generoso con el que trabaja, se sacrifica y envejece. He tratado de que mi gobierno diera prioridad a los desfavorecidos. Creo que así lo hemos hecho. Pero habría querido poder hacer mucho más por ellos. Estoy convencido de que hemos construido los cimientos de un futuro mejor para los argentinos, pero no por ello dejaré de condolerme por las urgencias y las penurias del presente, ni sobre todo, esté donde esté, de comprometer todos mis esfuerzos para que los problemas se resuelvan y el país siga avanzando.
Muchas gracias, argentinos.