Discurso en la Cena de Camaradería de las Fuerzas Armadas

Buenos Aires

05.07.1985

Discurso en la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas

Tengo nuevamente el honor de presidir esta mesa de hombres de armas para evocar un nuevo aniversario del nacimiento de la Patria. Por haber vestido durante cinco años el uniforme del Ejército Argentino, a una edad en que los principios e ideales calan hondo en el alma, no me siento en absoluto ajeno a las inquietudes, tristezas y esperanzas de ustedes, y por ser hoy comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, las asumo con absoluta responsabilidad.

Como en los días de la guerra de la Independencia, como en los días de nuestros gloriosos padres fundadores, civiles y militares estamos afrontando juntos un desafío histórico del cual depende en gran parte nuestra vida como Nación. Atacados sin piedad por la crisis más importante de nuestro tiempo, no sólo optamos por defendemos sino también por pasar a la ofensiva. El objetivo no es simplemente sobrevivir. Si hemos tocado fondo, desde allí debemos tomar fuerzas para emerger como país plenamente soberano.

Sabemos que no podemos ser jamás un país plenamente soberano sin irrumpir en el indispensable proceso de modernización de todas nuestras estructuras y sin integramos al mundo civilizado que hoy nos mira asentados en los valores que ese mundo reconoce: la legitimidad y el orden.

En la República Argentina comienza a cerrarse una etapa, la etapa de ese pasado que nos aplastaba, y se inicia una nueva, donde todos miraremos hacia adelante, cada uno en el cumplimiento de nuestro deber.

Las Fuerzas Armadas argentinas no han podido sustraerse a la situación generalizada de estancamiento, aun de retroceso, que desde hace cincuenta años afecta a las instituciones nacionales. Además, la situación militar que hoy vivimos es la resultante de una suma de circunstancias cuyos aspectos negativos vale la pena señalar.

El largo período de paz y tranquilidad que el país disfrutó desde comienzos del siglo hasta la década del setenta, generó desajustes importantes que a su tiempo no fueron corregidos y gravitan pesadamente todavía hoy.

El progresivo desinterés de los gobiernos por los temas de la defensa nacional y de la política militar, pese a que éstas fueran asumidas como propias por las Fuerzas Armadas, dejó a la República sin esas políticas durante más de sesenta años.

Cuando ese largo período terminó abruptamente, el país se enfrentó a una situación de convulsión interna límite, a un grave conflicto con Chile y a una guerra sin que, paradójicamente, el gobierno de facto que protagonizó esos hechos tuviera definida una política de defensa ni una clara política militar.

La instrucción, el reequipamiento, el perfeccionamiento jurídico, el mejoramiento de los planes de carrera y, en suma, todo cuanto hace a la necesaria revitalización y modernización quedó postergado, cediendo paso a otros atractivos, que dieron pábulo a la progresiva burocratización y al acrecentamiento del macrocefalismo en detrimento de la capacidad operacional.

El entusiasmo profesional se resintió sobre todo en el estrato de las jerarquías superiores, que inevitablemente fueron concentrando su interés en las cuestiones de política interna y alimentando el proceso de las deplorables intervenciones militares en el gobierno.

Una deformada concepción de la seguridad nacional —a su turno—fue el factor generador de pesadas deformaciones orgánicas, funcionales y aún conceptuales, que desde el punto de vista del estado de derecho resultaron las más graves.

De este modo se introdujeron nuevas deformaciones, entre las que debe señalarse una verdadera hipertrofia de organismos y personal de inteligencia reñida con la verdadera función técnica específica.

Lo más grave es que todas estas deformaciones se concretaron con el olvido del principio de la unidad de comando, en el contexto de tres fuerzas no integradas, independientes, con atribuciones a veces superiores a las del Estado mismo, y en ocasiones con marcadas rivalidades entre sí.

El conflicto con Chile en 1978 obligó a un cambio de rumbo brusco y sorpresivo, que, en definitiva, tampoco logró afirmar el escalón superior de comando, y el control interfuerzas, y casi sin solución de continuidad, sin previsión alguna, sin instrucción conjunta, sin equipamiento adecuado, sin preparación de ninguna especie, protagonizamos la guerra de las islas Malvinas.

Ustedes, señores, mejor que nadie conocen y son absolutamente conscientes del profundo caudal de enseñanza de todo orden que emana de la dolorosa herida abierta en el sentimiento de todos los argentinos.

Actualmente, debemos admitir que la magnitud de la tarea por realizar es de tal envergadura que no resolveremos nuestros problemas militares con los estrechos márgenes conceptuales de una reestructuración ni de una reorganización y menos aún de un redimensionamiento de las fuerzas.

La tarea implica e involucra a cada uno de esos pasos pero reclama más aún. Por ello los invito a que de aquí en adelante definamos nuestro reto como una real y verdadera reforma militar, que ni más ni menos de eso se trata, si verdaderamente queremos dotar a la Nación de las fuerzas armadas que la situación requiere.

Fuerzas que reclaman una dimensión y disposición acorde con nuestras reales posibilidades, necesariamente integradas en un sólido equipo de empleo conjunto, modernizadas sobre la base de nuevos planes de carrera que otorguen mejores integrantes de nuestros cuadros y re equipadas con los medios técnicos más eficaces y modernos.

Nuevas fuerzas que en definitiva garanticen acabadamente la integridad territorial de nuestro vasto país en el marco de la estrategia que claramente surge de nuestra actual situación.

La reforma militar, con el objetivo superior que acabamos de definir, deberá procurar un nuevo tono moral en el marco del absoluto respeto al orden institucional, alimentado por el entusiasmo profesional que proporciona la convicción de sumarse cada uno, individualmente y en conjunto, al gran proyecto de la reconstrucción nacional.

La reforma militar así concebida es la política militar que este gobierno se considera obligado a aplicar y es la mejor respuesta a la situación crítica que en muchos sentidos sufren las Fuerzas Armadas y sus integrantes.

Como comandante en jefe no ignoro la cantidad y la magnitud de los escollos de toda naturaleza que este programa de reforma implica, pero también sé de la vitalidad, el entusiasmo profesional y la imaginación de ustedes, los que reconozco como las mejores garantías del éxito.

Soy consciente —y es mi deseo que lo sea la ciudadanía toda—dela magnitud del esfuerzo desarrollado por los cuadros de las Fuerzas Armadas y en especial por el señor jefe del Estado Mayor Conjunto y los señores jefes del Estado Mayor específicos para superar con voluntad y verdadera vocación militar las limitaciones y obstáculos que la penuria económica nos impone.

Un comportamiento ejemplar en el marco de una obligada austeridad no hace sino confirmar las expectativas que nos alentaron cuando, desde el comienzo de nuestra gestión, expresamos nuestra convicción de que la relación entre el comandante y sus hombres partía del concepto de obediencia, entendida como un adecuado balance entre la libertad libremente cedida y la autoridad decididamente ejercida. Relación que se nutre también en la idea de lealtad concebida como camino de ida y vuelta que vincula espiritualmente a superiores y subordinados en la misión de defender la soberanía y las instituciones de la Nación.

Este comportamiento es absolutamente necesario en la hora actual, porque creo que no exagero si digo que la Argentina afronta hoy el mayor desafío de su historia: el de su propia reconstrucción a partir de un estado de postración y decadencia que la ha corroído en todos los órdenes.

Aunque el aspecto económico de la reconstrucción aparece hoy en primer plano por la dramaticidad de sus apremios, esto es sólo parte de una tarea global que nos obliga a realizar, replantear y reformular hábitos estructurales, formas de convivencia y nodo s de articulación entre los distintos sectores de la sociedad.

Todos los componentes de nuestra vida comunitaria fueron cayendo a lo largo de las últimas décadas en un proceso de decadencia y desintegración tal que nos obliga ahora, que nos impone hoy, la ineludible obligación de encarar la reconstrucción en términos necesariamente globales.

Cualquier intento de reconstruir un sector estará condenado al fracaso si lo encaramos aisladamente y no se inserta en un esfuerzo por reconstruir el todo.

Tenemos en realidad que reformular el país, ponernos en claro con nosotros mismos sobre el modelo de Nación que deseamos.

Si se me pidiera que definiera en pocas palabras el componente clave del proceso histórico que nos llevó a nuestro actual estado de postración, yo lo caracterizaría como una progresiva pérdida de nuestro sentido de la juridicidad. Durante los últimos cincuenta años, y en todos sus sectores, el país ha vivido cultivando crecientes proclividades a la acción directa, al atajo antijurídico, a la violencia explícita o implícita. Lo que define a una sociedad como una totalidad integrada es la presencia de un tablero de juego común a todos, reconocido por todos y respetado por todos, es decir, la conciencia generalizada de que nuestras acciones e interacciones deben sujetarse a normas válidas para todo el cuerpo social.

El todo social se desintegra de hecho cuando aquel tablero se desdibuja y pierde presencia, cuando los grupos internos del conjunto tratan de alcanzar sus propios fines al margen del orden jurídico o cuando se proponen fines que sólo son alcanzables mediante una violación de la juridicidad reguladora de la sociedad global. En esta pérdida del sentido jurídico y del sentimiento de integración social que sólo en la juridicidad puede fundarse, han desempeñado un papel de relieve los golpes de Estado.

Tales apelaciones a la acción directa han plagado a la historia del país en el último medio siglo. Un exceso de simplismo ha llevado a definirlos como “golpes militares”, expresión en la que aquella propensión a ignorar la juridicidad y subvertir las normas integradoras de la sociedad aparece imputada a un solo sector del país, librando de responsabilidades a los demás.

Esta visión del Golpe de Estado carece de asidero en la realidad. Si nos atenemos a ella en la interpretación de nuestra historia reciente nos condenaremos a no entender la trama íntima de nuestra decadencia y por lo tanto a no saber qué hacer para superarla.

Los golpes de Estado han sido siempre cívico-militares. La responsabilidad Indudablemente militar de su aspecto operativo no debe hacemos olvidar la pesada responsabilidad civil de su programación y alimentación ideológica. El golpe ha reflejado siempre una pérdida del sentido jurídico de la sociedad y no sólo una pérdida del sentido jurídico de los militares. Sería absurdo, en consecuencia, esperar que la superación del golpismo provenga de una autocrítica militar o de una acción de la civilidad sobre los militares.

La superación del golpismo sólo puede provenir de una reflexión global de la sociedad argentina sobre sí misma. Éste es el único criterio realista e históricamente objetivo que puede servimos de punto de partida para el esfuerzo por reconstruir reflexivamente la unidad de la Nación.

Incurriríamos también en una injusticia y en un error interpretativo de nuestra historia reciente si consideráramos que sólo en los golpes de Estado se ha reflejado la pérdida del sentido jurídico.

Esta decadencia de nuestra conciencia legal ha encontrado también graves vías de expresión en regímenes formalmente constitucionales.

Las prácticas fraudulentas, los abusos de poder, la idea de que el carácter mayoritario de la fuerza podría autorizar a ignorar los derechos de las minorías, fueron también en nuestro pasado componentes de la propensión a la violencia y a la acción directa. También esto forma parte de los escombros a partir de los cuales debemos encarar ahora la reconstrucción del país.

En este contexto histórico, caracterizado por lo que podríamos denominar una cultura de la ajuridicidad, surge durante las últimas décadas el terrorismo. Es cierto que este fenómeno respondió en no escasa medida a modelos extranjeros y a consignas ideológicas de otras latitudes, pero sería un craso error limitar a estos modelos y estas consignas la explicación de la presencia y la extensión que cobró en la Argentina.

El terrorismo, una de las formas más crueles y sanguinarias de la acción directa, se nutrió también entre nosotros de aquel vasto contorno estructural volcado a la ajuridicidad.

La arbitrariedad del fraude, el abuso del poder, el autoritarismo, el sojuzgamiento de las minorías, la acción directa golpista, componentes todos de un cuadro general de violencia implícita o explícita, configuraron el disolvente cuadro cultural que, prácticamente con toda la sociedad argentina involucrada en él, sirvió de aliciente interno al crecimiento del terrorismo. Combatir al terrorismo sin atacar ese cuadro cultural, o peor aún, combatirlo a partir de ese cuadro, resulta estéril. Puede acabar con él momentáneamente, pero dejará en pie las condiciones para su reaparición. La lucha contra el terrorismo, pues, sólo puede rendir frutos si se la encara como una lucha interior a nosotros mismos, de todos nosotros, una lucha de toda la sociedad argentina contra las raíces de su propia degradación cultural.

No se puede superar al terrorismo dejando en pie las demás expresiones de la ajuridicidad. O caen todas ellas en bloque, o el terrorismo seguirá latente entre nosotros.

Nada más erróneo que reclamar la supervivencia de estructuras, conductas o prácticas autoritarias como forma de prevención contra el terrorismo.

Hacerlo significaría regalarle al terrorismo las condiciones de su propia reproducción. El camino por seguir es precisamente el inverso. Emprender una gigantesca reforma cultural que instaure entre nosotros un respeto general por normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen la tolerancia, resguarden las libertades públicas, destierren de la sociedad argentina el miedo. Todo eso se llama democracia. La única alternativa a una cultura de ajuridicidad es una cultura democrática. Si se lucha contra el terrorismo a partir de la democracia y en defensa de ella, la victoria estará asegurada sin necesidad de llegar a extremos dramáticos, porque tendrá delante de sí un terrorismo débil, aislado y desnutrido, desprovisto de un contorno cultural ajurídico que lo provea de justificativos y fortalezca su capacidad de reclutamiento.

Vastos sectores de la sociedad argentina cayeron durante los últimos años en el trágico error de creer que sacrificando la democracia se creaban mejores condiciones para combatir la plaga terrorista. Lo que se logró por esa vía fue cambiar al terrorismo el signo, incluir en otras áreas la crueldad, la violencia y el desprecio por la vida que se pretendía combatir en él.

Erigir la acción directa del Estado como alternativa de la acción directa del terrorismo implica inevitablemente copiar, asimilar, absorber, internalizar en el propio Estado y en quienes lo controlan las metodologías y la cultura de la violencia que teóricamente se aspira a suprimir. Librar la lucha en esos términos es librarla al precio de dejarla sin sentido.

La consolidación de la seguridad interna, pues, en la medida en que se entienda por ella seguridad contra la violencia, seguridad contra el miedo, seguridad contra el abuso del poder, la arbitrariedad y la prepotencia sólo puede garantizarse mediante la instauración plena de la juridicidad democrática, no sólo en el ordenamiento institucional interno del Estado sino también en la conciencia de los argentinos. La juridicidad así instaurada no podrá echar raíces ni alcanzar su necesaria plenitud si empieza a ignorarse a sí misma, en el enjuiciamiento del pasado.

Conocemos perfectamente que hay quienes confunden justicia con venganza, y que se mueven en la aún desarticulada sociedad argentina fuerzas disgregadoras que pretenden hacer creer que no son hombres los que están sentados en el banquillo de los acusados, sino las propias Fuerzas Armadas de la Nación.

Quiero dejar perfectamente sentado que quienes así actúan agravian a las instituciones de la Nación y a la propia investidura presidencial, ya que por disposición constitucional el Presidente ejerce al comando supremo de las fuerzas.

Hablamos de nuestras Fuerzas Armadas. Aquellas que aún antes de nacer demostraron en agosto de 1806 la actitud para defender la América del Sur de la invasión británica. Aquellas que cuando retornaron los últimos granaderos de las campañas en Chile y en Perú tenían de la América toda el reconocimiento de haber trascendido las fronteras del naciente Estado independiente sin más propósito que el de asegurar la libertad de los pueblos hermanos.

Pero si grave resulta que en el seno de la sociedad civil aparezcan aquellas tendencias que nunca cobrarán vigor, gravísimo resulta que vaya a saber en el curso de qué desvaríos o prisioneros de qué fanatismos surjan en el seno mismo de nuestras fuerzas, hombres que promuevan idéntica confusión.

Decididamente no pueden permanecer entre nosotros. Debemos evitar su presencia deletérea y corruptora. Porque todos sabemos que los casi 170 años transcurridos desde el 19 de Julio de 1816 están llenos de encuentros y desencuentros, y de luces y sombras, de alegrías y llantos, pero el objetivo deseado y los modos de acción para su consecución, siguen siendo para las Fuerzas Armadas los mismos que están ínsitos en el Acta de la Independencia: «Volcar la profundidad de nuestros talentos y la rectitud de nuestras intenciones para alcanzar la libertad llenos del santo orden de la justicia.

Es necesario impedir nuevas deformaciones. Hace muchos años que nuestra sociedad ha entrado en crisis. Fueron sus diversos componentes políticos, económicos y organizativos los que engendraron conductas de enfrentamiento al margen de las normas constitucionales y de las instituciones. Este proceso se fue agravando con el correr del tiempo y es natural que ello ocurriera en un país donde el crecimiento fue reemplazado paulatinamente por el achicamiento.

Las Fuerzas Armadas no pudieron naturalmente permanecer incólumes como brazo armado al servicio del Estado legítimo en la defensa exterior; se pretendió convertirlas en brazo armado de poderes ilegítimos para ser utilizadas con fines que poco o nada tenían que ver con la defensa de la patria.

Se había desquiciado la economía, pero también el Estado y mucho más todavía el tejido social del país. Las Fuerzas Armadas no pueden ser parte normal de las instituciones cuando esas instituciones pierden vigor y no cumplen su cometido. No es cuestión ahora de repartir culpas y responsabilidades. No es nuestra tarea. Tampoco será, pienso, la de los historiadores que deben reconstruir objetivamente la ilación y el sentido de los hechos ocurridos.

Sabemos todos que esos períodos turbulentos y decadentes de la historia, las incitaciones a la quiebra constitucional y al autoritarismo, partieron desde diversos ámbitos de la sociedad argentina. En un país que en lugar de avanzar retrocedía, se retrogradaron todas las instituciones.

Los hombres de armas, en lugar de defensores de la comunidad nacional, llegaron a convertirse en sus dirigentes y sus administradores, lo cual constituye la negación de la esencia misma del papel de las fuerzas armadas en una nación civilizada, moderna y compleja. Incluso cuando un militar tiene éxito en su gestión de gobierno, se ha transformado en un político y ha dejado de ser un militar. Ésta no podía ser una propuesta válida para toda la institución.

Podemos y llegaremos a ser un país moderno y en marcha. Con ese marco, las Fuerzas Armadas tendrán también un papel moderno y creativo. Nunca más serán instrumentos de poder utilizados ilegítimamente sino instituciones cabales del Estado.

Integradas por ciudadanos que, entre todas las vocaciones y funciones posibles, han elegido la de poner su vida al servicio de la defensa de la vida de todos. Y esa ofrenda de la vida debe encontrar una contrapartida digna en el resto de la sociedad, una sociedad libre, democrática y en crecimiento. Es lo que todo militar dispuesto a defenderla se merece. ¿Cómo pedirle a un hombre que juegue su vida por la injusticia, por el autoritarismo, o por el empobrecimiento?

Una vida humana vale más que eso. Es el supremo valor de nuestra civilización y sólo debe ser sacrificada por valores e intereses sociales que se correspondan con esa dignidad. Así ocurre en los grandes y viejos países de Europa Occidental, de los que proviene nuestra herencia cultural y el origen de buena parte de nuestros habitantes.

Constitución, patria, progreso, hogar, desarrollo y solidaridad social. Valores básicos para los militares que orgullosamente han asumido la misión de defender esas nobles comunidades nacionales. Nosotros debemos brindar a nuestros militares la misma posibilidad de orgullo y dejar sepultadas para siempre en la historia otras épocas en que la decadencia y la tiranía no deparaban la posibilidad de papeles dignos a ninguno de los argentinos, incluso a los militares.

La endeblez de la sociedad argentina, la decadencia de sus instituciones, el achicamiento de su aparato productivo y el debilitamiento de los mecanismos naturales de la cohesión social arrastraron a todos sus integrantes a una lucha confusa por la supervivencia. Esa situación fue también caldo de cultivo para el sufrimiento y la promoción de grupos que bajo el signo de la protesta contra la injusticia y el desorden pretendieron instaurar un nuevo orden autoritario.

Muchos jóvenes argentinos cayeron en la trampa mortal del terrorismo y nuestra atribulada sociedad sólo pudo responder con una represión que no estaba respaldada por ideales enraizados en una realidad consistente y veraz. Eran hijos de la mentira y por eso fueron víctimas fáciles de nuevas mentiras.

Asumamos todas las responsabilidades de esa tragedia, como también asumimos la tragedia de los militares que tuvieron que defender principios dejados de lado en la práctica efectiva por esa misma sociedad.

En muchos países europeos asolados en años recientes por el terrorismo, vimos cómo la respuesta de las instituciones fue firme, segura, eficaz, sin que se alterarse en lo más mínimo la vigencia de la legalidad.

Ello fue así porque eran sociedades sólidas donde los valores de la democracia y de la convivencia civilizada eran sentidos por la mayoría abrumadora de los ciudadanos como realidades palpables y vivientes. Hombres de las fuerzas del orden, de la justicia, de las instituciones, que eran fuertes porque la sociedad era fuerte. Porque la democracia no era una propuesta, sino el marco cotidiano en el que todos estaban acostumbrados a vivir y al que querían defender a toda costa, con la cara convicción de que la democracia sólo se defiende con métodos democráticos y que lo contrario sólo sería ceder al enemigo.

Esta clara voluntad determinó el fracaso y la derrota de los enemigos de la democracia. Éstos sucumbieron políticamente por la firmeza con que fueron enfrentados dentro de los estrictos marcos legales. Pero también por el aislamiento y por la indignación que habían suscitado en todo el cuerpo social. Los embates del terrorismo sorprendieron a nuestro país en una situación muy diversa. En una situación donde no reinaba la confianza en las instituciones.

Donde predominaba la regla bárbara del «sálvese quien pueda» y donde todos los grupos estaban empeñados en la defensa de sus intereses sectoriales. Doctrinas disolventes y autoritarias de las más opuestas orientaciones pretendieron durante décadas confinar a los militares entre los límites absurdos de una dicotomía todavía más absurda: ser los salvadores o los enemigos de la patria, cuando los militares en una sociedad moderna y democrática son nada más y nada menos que ciudadanos armados en la defensa de sus valores y de su ordenamiento legal y político, frente a las amenazas externas.

Debemos recuperar sin vacilaciones ese alto sentido de la función militar, como parte de la vida cívica. Los militares son ciudadanos en plenitud, que por noble vocación y noble decisión adoptan la misión de preparar y organizar la defensa común de la patria y del Estado republicano.

Su función se desvirtúa cuando falla el sistema, cuando entra en crisis y se desquicia. La acción de las Fuerzas Armadas pierde entonces su sentido. Vacilan sus cimientos éticos. La más alta lección de moral militar frente a este tipo de situaciones nos la ha legado el más grande soldado de nuestra historia. José de San Martín fue grande por su talento estratégico y por su patriotismo, por su espíritu de entrega a la causa nacional, pero lo fue también por su insobornable adhesión a las bases fundamentales de la ética castrense.

No pudo concebir jamás la función militar sino como un servicio integral en defensa de la patria. Cuando se alejó de nuestro país lo hizo precisamente para no desvirtuar su misión como hombre de armas al servicio de las instituciones republicanas. Se iniciaba en aquel momento un período doloroso de nuestra historia, en el que las Fuerzas Armadas se transformaron en los cuerpos armados de las distintas facciones sociales y políticas en pugna y eso repugnaba profundamente a la conciencia ética militar y republicana del Libertador. Una vez superada esa etapa de confusiones y de desgarramiento, la reorganización nacional devolvió a las Fuerzas Armadas a su función institucional.

Nuestras Fuerzas Armadas modernas estaban destinadas a ser como en todo país civilizado, una parte fundamental del aparato del Estado. Nuestras Fuerzas Armadas modernas fueron hijas de la Constitución y de las leyes.

La Constitución y las leyes de la República determinaron su existencia, sus funciones y su sentido. Cuando no rigela Constitución y se relativizan las leyes, cuando se altera el principio de la división de poderes y de la representatividad popular de los mandatarios, las fuerzas armadas dejan de ser el brazo armado de la Nación. Podrán obrar mejor o peor, fomentar el desquiciamiento o contribuir a su superación, pero en la práctica operan como grupos autónomos de ciudadanos armados. La Constitución fija muy sabiamente que el presidente de la Nación es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas, determinando así la plena inserción de ellas como parte del Estado.

Cuando no hay presidente de la Nación elegido tal como lo determina la Constitución, las Fuerzas Armadas quedan acéfalas y pierden automáticamente su carácter de institución estatal. Por ello la defensa a ultranza de la Constitución debe ser para el militar la defensa de su propia dignidad, del carácter ético y social de su función, de su papel como integrante legítimo de la comunidad en el ejercicio de una misión específica.

Los argentinos no podemos seguir remendando estructuras perimidas, retocando comportamientos antiguos, repitiendo las mismas acciones ante los viejos problemas. Hemos puesto una bisagra a cincuenta años de decadencia, estamos decididos a construir el país que nos merecemos y para ello es necesario que tengamos siempre presente que vamos a transitar un largo camino de transición, en el que se entremezclan la Argentina que muere y la Argentina que nace.

Permanentemente vamos a encontramos ante encrucijadas en las que tenemos que elegir entre un camino que nos conduce al pasado, al retroceso histórico, a la cristalización de nuestro movimiento y otro que marcha hacia el futuro, y que permite vislumbrar un horizonte de concordia y progreso.

En esta marcha nueva de los argentinos, es preciso también que tengamos presente la necesidad de marchar juntos a un mismo paso, ciudadanos armados y ciudadanos desarmados. Civiles y militares insertados como lo están en un mismo camino, en una misma esperanza, con un mismo destino.

Ha sido muy larga y muy trágica la historia de desencuentros que hemos padecido. Divisiones en el campo civil, ineptitud y falta de coraje en las dirigencias, irresponsabilidad a veces en quienes alcanzaron el honor de conducir una institución fundamental de la República y la condujeron hacia caminos que jamás debimos haber aceptado los argentinos.

Hubo falta de apego a la ley y a las instituciones y hubo subversión en la
escala de valores de nuestra nacionalidad.

Y esa honda crisis moral, cada uno con su grado de responsabilidad, debemos asumir que nos alcanzó a todos. A quienes refugiados en intereses mezquinos fueron a buscar el apoyo de las armas para imponer su voluntad y quebrar la voluntad del pueblo y sus instituciones. Y a quienes aceptaron silenciosamente la imposición de la fuerza y la violencia. A quienes apelaron al odio y al terror como arma de lucha política ensuciando valores anhelados y derramando la sangre de nuestra juventud y también a quienes utilizaron los mismos métodos para combatirla.

Los argentinos dijimos basta a aquella pesadilla. Y cerramos un capítulo nefasto de nuestra historia sobre la base de la justicia, el esclarecimiento y la verdad.

También aquí cabe ahora la apelación a la conciencia de cada argentino, cualquiera haya sido su ubicación frente a la triste experiencia que vivimos, en el sentido de realizar un agudo ejercicio de autocrítica y saneamiento moral.

Estamos construyendo desde los escombros los cimientos de una Argentina moderna. Y construir un país moderno es también reconstruir nuestras Fuerzas Armadas en su papel específico y en su inserción definitiva en el seno de la sociedad. De otra forma no podemos pensar en un futuro mejor, en un nuevo proyecto de Nación en camino de crecimiento y libertad. Sólo lo alcanzaremos a través de una efectiva y definitiva acción común, en la que todos vamos a ser parte. Nos toca como dirigentes y como hombres de una generación que ha sufrido los embates de la violencia y de la destrucción, asumir la responsabilidad de construir una nueva nación reencontrada con los valores que le dieron origen.

Nos toca responder satisfactoriamente a las demandas de las generaciones jóvenes que se niegan a aceptar las respuestas ambiguas y las postergaciones en sus anhelos de justicia. Los vemos avanzar decididos hacia un futuro mejor. Decididos a borrar definitivamente de nuestra historia los enfrentamientos estériles y los comportamientos autoritarios, las razones de la fuerza por sobre las ideas, la obediencia ciega, o la manipulación de sus conciencias y de sus actos.

Han visto pelear a sus padres, han recibido una larga secuencia de desaciertos, proyectos truncos y esperanzas rotas, como conflictiva herencia de un país maltratado. No les supimos dar respuestas y fueron embarcados en experiencias de odio y terror que llevaron la agresión y la violencia hasta el paroxismo. Jamás la Argentina sufrió tanto como en el último decenio. Jamás como en los últimos años se abandonaron a su suerte tantas voluntades dejando caer o aplastando los brazos de una Argentina que luchaba por renacer.

Jamás, entonces, fue tan necesario como hoy el reconocimiento de la verdad, la admisión de los errores, el rechazo de formas y procedimientos que ahora y siempre debemos evitar.

Ya no hay más espacio para aquel pasado. Hemos terminado para siempre con el autoritarismo y las decisiones unilaterales que subvirtieron nuestro orden institucional, y restablecimos el orden constitucional republicano y democrático, como único marco en el que personas e instituciones pueden desenvolverse y desarrollar a pleno sus capacidades.

Es mucho, mucho más de lo que a veces percibimos lo que hemos avanzado en este segundo año de vida en libertad. Pero debemos tener viva conciencia también de cuán profundas han sido las heridas infligidas al cuerpo social de la nación. No alcanzan las normas jurídicas, no alcanzan los actos de gobierno, no bastan las voluntades de los dirigentes, para reparar las heridas del pasado que dejamos atrás.

Hemos producido hechos inéditos y auspiciosos que sirvieron para mostrar que esta vez la verdad, la justicia y la defensa de la dignidad humana no son esperanzas abstractas.

Ahora es necesario que marchemos juntos desde el corazón mismo de la sociedad, hacia la reconciliación definitiva de los argentinos,con un sentido enaltecedor de justicia basado en la ética social.

Yo no creo en los puntos finales establecidos por decreto. No se cierran capítulos de la historia por la sola voluntad de un dirigente, cualquiera sea la razón que lo anime.

Pero sí es fundamental que exista conciencia y consenso en torno a esto: es la sociedad misma la que en un acto de severa contrición y reconocimiento de su identidad está recogiendo la experiencia del pasado y comienza a decidirse a encarar el futuro con la mirada hacia adelante, con el paso decidido, con humildad y con osadía.

Mirar hacia adelante significa responder con un noble acto de concepción ética a las esperanzas de aquella juventud que no quiere volver a ser nunca más carne de cañón. Es no permitir que se pretenda aborregar nuestra savia joven o encarrilarla hacia el escepticismo y la frustración.

Es colocar por encima de todo el valor de la vida y de la convivencia en un pueblo reconciliado. Es establecer responsabilidades jurídicas y morales en la memoria colectiva de nuestra sociedad. Es la cuota de arrepentimiento asumida por cada uno, por cada sector. Y bien, podemos ponemos a trabajar para adelante. No más violencia.

No más justicia por propia mano y alejada de la ley. No más prepotencia e intolerancia en la Argentina de hoy. No cerramos la puerta de nuestra historia. No tratamos con superficialidad o condescendencia a quienes tengan que asumir responsabilidades ante la historia y ante la sociedad. No hacemos política en beneficio de uno u otro sector.

Estamos nada más ni nada menos que intentando consolidar este tránsito de un pueblo unido hacia su dignidad. y para ello es fundamental que haya reconciliación.