Desde hace tres años, casi exactamente tres años, venimos compartiendo la maravillosa tarea de reconstruir nuestro país.
Una tarea difícil para todos, con sus tristezas y sus alegrías, pero que, por primera vez en muchos años, nos hace sentir responsables. Responsables de nosotros mismos, de la construcción de la Argentina que queremos. Lo que equivale a decir también responsables de la manera en que vamos a vivir nosotros y nuestros hijos. En 1983 los argentinos todos hacíamos un esfuerzo excepcional para recuperar la esperanza. No sólo debíamos levantarnos por sobre nuestras frustraciones personales, nuestro descreimiento y hasta sobre cierta dosis de cinismo, sino que enfrentábamos la tarea de la reconstrucción de un país cuyo saldo casi no podía ser más negativo. La quiebra económica lo destrozaba Y lo conmovía, su voz se había olvidado en América Latina y en el mundo; los derechos fundamentales habían sido arrasados; las instituciones del Estado desprestigiadas e inoperantes
En esas condiciones llegaba la esperanza de la renovación democrática. Y llegaba no sólo para mostrar que la democracia es un sistema infinitamente superior al autoritarismo, sino para curar todas las heridas que ese autoritarismo nos había dejado.
Y lo cierto es que para emprender semejante tarea no contábamos con muchas herramientas. En verdad sólo teníamos un conjunto de principios inconmovibles, decisión fuerte y el apoyo del pueblo.
Recuerdo bien a algunos que pronosticaban la imposibilidad de gobernar en esas condiciones. Demostraban, casi matemáticamente, que sería imposible llevar adelante una política que evitara la tentación demagógica o que implantara la acción de la justicia en los casos de violación de derechos humanos. Auguraban el desorden social, la inestabilidad política y la debilidad internacional.
Pero la historia demostró que habían olvidado que cuando un pueblo asume como propios determinados valores, que cuando un pueblo precisa ante todo la renovación moral, se alcanzan muchas, más cosas, se remontan dificultades mucho más grandes, de lo que esos pretendidos realistas de la política podían siquiera intuir.
Así fue con el acompañamiento de todos ustedes, con la convicción de que nuestros valores eran mucho más poderosos que los intereses corporativos, con decisión y con audacia, que transitamos estos años de reconstrucción.
Y fue así que un país con una descomunal deuda, con hiperinflación y con el sistema económico semi-destruido comenzó a crecer.
Y fue también así que un país en el que se habían violado los derechos más elementales del hombre, que había sido marginado por la comunidad internacional, que era en el mundo sinónimo de miedo y de inseguridad, se convertía en un país donde la justicia actuaba en plenitud, en una nación que emprendía una experiencia sin antecedentes en la historia moderna.
Todos estuvieron al servicio de este gran esfuerzo nacional; me consta que las Fuerzas Armadas han aportado y están aportando su propia cuota de sacrificio. No ha habido excepciones.
Pero además hubo en todo este tránsito de la primera mitad de nuestro gobierno una actitud permanente: jamás escamotear la verdad, siempre dar la cara, evitar el facilismo. Y no fue sencillo hacerlo. El camino de la facilidad era en realidad otro: el del olvido
Pero no teníamos duda acerca de cuál habría sido el resultado si los argentinos ocultábamos nuestro pasado: nuestra democracia habría tenido patas cortas.
Fundada en una claudicación moral, cuando nuestra única fuerza venía de un pueblo que precisamente demandaba lo contrario, es decir, la renovación moral; fundada en el desconocimiento del pasado, cuando esa experiencia debía servirnos de lección; fundada en definitiva en la debilidad, la democracia no podía ser sino eso, débil y frágil. Entonces, lo que parecía riesgoso, más difícil, era en realidad el único camino que evitaría el peligro de retornar al pasado.
Creo que los argentinos y el mundo interpretaron cabalmente nuestra determinación.
A tres años de aquellas decisiones, hoy la democracia argentina es fuerte. Mucho más fuerte de lo que fue en las otras experiencias constitucionales.
Pero en la vida política, en la vida de los pueblos, los horizontes nunca se tocan, nunca se alcanzan. La democracia, como sistema esencialmente creativo, redefine de manera permanente sus objetivos una vez logrados.
Y así mientras que en el 83 nuestro horizonte era fundar la fortaleza de la democracia, hoy —tres años después—nuestro horizonte es fundar el progreso de la democracia. Quiero decir que hemos concluido la reconstrucción y que ahora nos toca iniciar, profundizar, una verdadera transformación nacional.
En alguna ocasión anterior les dije que los argentinos no queríamos un destino mediocre. No queremos un país más o menos. No queremos apenas sobrevivir. No queremos la libertad en el subdesarrollo.
Queremos más bien un país orgulloso, fuerte, independiente en el mundo. Lo que sencillamente significa mujeres Y hombres orgullosos, fuertes y libres.
Ya hemos creado las condiciones para dar este salto hacia el futuro, porque hemos reconstruido el tejido de nuestra sociedad, recuperado el prestigio e independencia de nuestra nación, recobrado el prestigio de las instituciones.
Pero aún nos falta concluir lo que podríamos llamar la reunión de los argentinos, afianzar el punto del encuentro de todos los argentinos.
No habrá país fuerte, orgulloso e independiente si no reunimos todas nuestras capacidades, nuestras energías. Y en primer lugar las energías que necesariamente deben alimentar al Estado. Ya hemos iniciado la transformación Y racionalización de la Administración. Hace pocos días les hablé del tema.
Pero la modernización de la Administración se vería esterilizada como instrumento transformador si no logramos simultáneamente la articulación de todas las fuerzas que generan la vitalidad de la nación. Y me refiero aquí básicamente a nuestras Fuerzas Armadas Con el mismo espíritu con que hemos impulsado una convergencia programática, con el objeto de reunir fuerzas en la sociedad, debemos ahora encarar la reunión definitiva de todos sus componentes.
Quiero decir, para expresarlo con claridad y sin ambigüedades, que no alcanza para un país serio que quiere ser fuerte, que no alcanza para la epopeya que queremos protagonizar, simplemente que las Fuerzas Armadas no produzcan golpes.
Un país que encara toda esta etapa de renovación y de transformación precisa a las Fuerzas Armadas plenamente integradas a esta marcha, al Estado.
E insisto sobre esto porque la renovación de la Argentina no es concebible de otra manera. Tengan la seguridad. Nuestras Fuerzas Armadas, que nacieron como institución moderna por obra de la Constitución Nacional, deben emprender ahora la apasionante tarea de iniciar un nuevo ciclo de su existencia, tal como se apresta a hacerlo la nación toda y unida.
Modernizar las Fuerzas Armadas no sólo significa dotarlas de equipamientos modernos, más actualizados o renovar concepciones de organización. No se limita tampoco a adecuar sus estrategias.
Para que todo esto pueda ser realidad es absolutamente imprescindible que dejemos de lado las prevenciones que hemos ido acumulando unos contra otros a lo largo de una historia de desencuentros y aun enfrentamientos.
En definitiva, porque no hay una Argentina para los civiles y otra para los militares, como tampoco hay una Argentina para los trabajadores y otra para los empresarios, los laicos y los religiosos, los de un partido y otro, porque nos precisamos más que nunca, todos, los unos a los otros, por eso es que otra vez hemos elegido, en esta circunstancia de la Argentina, el camino menos fácil.
Les quiero decir que hoy, porque la democracia es fuerte, precisamente porque la democracia es fuerte, podemos asumir con fortaleza el pasado. y como en 1983 quiero ser yo personalmente quien asuma, junto con los ministros del gabinete nacional, la plena responsabilidad de las decisiones que se toman.
Todos sabemos que el oscuro período que cerramos en 1983 fue la culminación de una larga historia de intolerancia y prepotencia.
Con intervalos, durante más de cincuenta años se debilitó el recurso a la persuasión que exige el respeto por el otro, y la sociedad intolerante recurrió así a los violentos para pisotear las ideas de los demás, cualquiera fuese su signo ideológico. No había interlocutores, había enemigos.
Llegamos de ese modo al período más sombrío de nuestra historia reciente, durante el cual unos pocos invocaron supuestos ideales revolucionarios y atentaron contra las formas racionales de convivencia, mientras otros apelaron al terror desde el aparato estatal. Y en la tenaza de violencia y muerte que así se fue dando quedó atrapada toda la sociedad argentina.
En esa lucha mesiánica hubo quienes creyeron que con la destrucción y la muerte lograrían tener una sociedad mejor y en esa locura se inmolaron miles de vidas. Otros encontraron como única respuesta también la destrucción y la muerte. Dije alguna vez que al querer combatir al demonio con las armas del demonio, la Argentina se convirtió en un infierno.
El 13 de diciembre próximo se cumplen tres años del mensaje que dirigí al pueblo argentino para anunciar la decisión política del gobierno de investigar judicialmente las violaciones a los derechos humanos. Esa decisión se fundó en el respeto a principios éticos fundamentales y en la afirmación y el fortalecimiento del estado de derecho. El gobierno condenó la violencia: la del terrorismo y la de la represión ilegal. Además dejó muy en claro que la imputación de responsabilidades se hacía a los agentes estatales involucrados y no a las instituciones.
El Poder Ejecutivo cumplió estrictamente con las medidas que anunció y tuvo en el Poder Legislativo la colaboración amplia y eficaz que permitió construir con rapidez el , cuerpo legal necesario. Los logros obtenidos son importantísimos Y trascienden en el tiempo. Por una parte se afianzó el valor de las instituciones, del estado de derecho, además se impuso un comportamiento racional a los afectados, a los involucrados, alejando así la posibilidad de ejercitar mecanismos de venganza al margen de la acción estatal. Se ha llevado también al ciudadano la conciencia de la tragedia y del sufrimiento que trae aparejado el empleo de la violencia como instrumento político y como mecanismo de represión ilegal.
Ahora, al culminar la etapa de la revisión judicial, es imprescindible convocar una vez más a la sociedad para una nueva reflexión, porque como dije antes el horizonte que enfrentamos no es ya desterrar las prácticas intolerantes solamente, sino fundar los cimientos de una unión perdurable. Pero frente a esta necesidad quiero reiterar lo dicho hace más de un año a los oficiales de las Fuerzas Armadas: yo no creo en los puntos finales establecidos por decreto. No se cierran capítulos de la historia por la voluntad exclusiva de un dirigente cualquiera sea la razón que esgrima.
Pero sí es fundamental que exista conciencia y consenso alrededor de esto: es la sociedad misma a que en un reconocimiento de su identidad está recogiendo la experiencia del pasado.
Existe de manera clara una dificultad creciente, consecuencia del largo tiempo transcurrido en las investigaciones con el consiguiente retraso en la asignación de responsabilidades.
Las causas de este retraso son variadas, pero lo cierto es que se está afectando de modo directo tanto a las víctimas de la represión ilegal como a un número considerable del personal de las Fuerzas Armadas que experimenta dudas acerca de su eventual situación procesal.
Es así que estamos enviando al Congreso de la Nación, para su tratamiento en sesiones extraordinarias, un proyecto de ley que contempla un plazo de extinción de la acción penal que permita en el menor tiempo razonable liberar de sospechas a quienes, a más de tres años de iniciadas las investigaciones, no hayan sido considerados formalmente sospechosos por los jueces, al par que se procura acelerar los procesos. La limitación a la persecución penal que comporta ese proyecto de ley se refiere a los hechos en los que se alteraron los límites y esencia de los actos de servicio. Esto último excluye, por cierto, actividades por entero ajenas a la alegada acción contra el terrorismo, como por ejemplo la supresión del estado civil de menores.
Esta democracia que ahora se plantea el progreso y la transformación, esta democracia que supo construir su fortaleza, puede también plantear las condiciones del encuentro de todos los sectores y de todas las instituciones.
Queremos impulsarlo con la profunda convicción de que hemos ganado la batalla contra la impunidad y la violencia. Lo hacemos sabiendo que nunca más la Argentina podrá ser asolada por los fanatismos. Lo hacemos sabiendo que no es el camino más fácil, pero nadie puede suponer que es tarea sencilla renovar las actuales condiciones de la Argentina.
Lo hacemos para seguir avanzando.
Estamos así abandonando el pasado. Estamos saldando nuestra historia, la historia que hicimos entre todos. Con responsabilidades distintas, es cierto, pero fue nuestra historia, fueron nuestros dramas, nuestros desencuentros.
Nadie debe olvidar lo que nos pasó. Es necesario que no se olvide para que no nos vuelva a pasar. Pero quiero que todos comprendamos, que todos aceptemos que ya no podemos vivir encadenados a nuestradecadencia. Por eso hacemos lo que hacemos, porque ya es tiempo para el futuro, porque ya no es tiempo para un pasado que no volverá a frustrarnos. Es el tiempo del encuentro de todos los argentinos. Muchas gracias.